La imagen es un objeto de deseo, el deseo de una significación que se sabe ausente”[2]
Douglas Crimp. Imágenes. Revista October 8, 1979
INada que verEn la era de la televisión, la publicidad y la propaganda pareciera que las imágenes y los conceptos ocupan una posición antitética. De un lado, las imágenes tienden a neutralizar o anestesiar el significado profundo de los acontecimientos, haciendo de ellos un evento espectacular. Del otro, los conceptos parecen tornarse cada vez menos legibles, sobre todo para esa multitud de usuarios ávidos de explicaciones simples y soluciones sencillas que les permitan manejar sus vidas con un mínimo de información, tal como la que ofrecen las guías rápidas para el uso de objetos de consumo. Pero, ¿significa esto que las imágenes están vaciadas de conceptos? Algunos estarían dispuestos a admitir esta carencia y hasta reconocer en esta el origen de muchos de los males del mundo. En tal caso, esa vacuidad significativa sugiere una estrategia de ocultamiento deliberado que se orienta a un fin específico y que, por tanto, no está exento de conceptualización.
Más allá de las consideraciones éticas e ideológicas que pesan sobre este asunto, las imágenes y los conceptos ¿cómo evitarlo? están sujetas las unas y los otros, incluso cuando parecen actuar de manera hostil. Recuérdese si no aquella máxima crucial a la que arribó Joseph Kosuth, uno de los ideólogos más radicales del conceptualismo lingüístico, cuando afirmó que el texto era la imagen, estableciendo una relación de ambigüedad entre lo legible y lo visible.
A partir de allí podríamos decir que una imagen es ya, desde el propio lugar de su configuración y uso, un concepto y que este presupone unas resonancias que exceden los límites lingüísticos de una definición. Esto quiere decir que las imágenes y los conceptos sólo son inteligibles en los contextos de producción y recepción en los cuales circulan. Entonces ¿Por qué suponer que el arte está bajo amenaza cuando los conceptos se erigen en el aspecto central de la obra o cuando, por el contrario, las imágenes intentan suprimir cualquier comentario extra-artístico? Nuestra hipótesis de trabajo es la siguiente: no es el arte el que está bajo amenaza sino el campo institucional que lo representa, pues de lo que se trata es de la mayor o menor visibilidad de las formas de legitimación y auto legitimación artísticas que están vigentes.
Evidentemente, cada vez es más difícil trabajar con prácticas creativas no icónicas, anti-objetuales o efímeras, cuya consistencia contraviene conscientemente la lógica expositiva y los rigores del coleccionismo. A veces no hay “nada que ver” o lo que se ofrece para tal fin sólo es descifrable luego de un fatigoso esfuerzo de decodificación, haciendo altamente dificultosos los procesos de circulación, exégesis y valoración de la obra. A consecuencia de esto, abundan los excesos explicativos a tal punto que la obra depende más del soporte semántico que de sus cualidades sensibles, llegando a ser la pálida (y en ocasiones intrincada) ilustración de una teoría. Desde nuestro punto de vista, sin embargo, nada de esto está directamente relacionado con el arte, sino con la manera en que el artista asume las exigencias de lógica institucional, coartando o potenciando las cualidades perceptivas y conceptuales de la obra. Digamos que aquí se define la pertinencia o no de una obra, independientemente de las destrezas del autor, del soporte que le sirve de vehículo o del tema que animó su concepción.
Contenidismo vs. formalismoComencemos por revisar una opinión cada vez más corriente según la cual el exceso de “contenidismo” está asfixiando la fuerza evocativa y estética de las imágenes. La queja va expresamente dirigida hacia aquellas prácticas de creación que en los últimos tiempos se han agrupado dentro del paquete del llamado arte político y/o activista que registra historias de vida, luchas reivindicatorias en el terreno de los derechos humanos, denuncias antibélicas y campañas contra el mal uso de los recursos naturales, entre otras cuestiones. Todo esto y más, ha entrado en la agenda expositiva global, contando con la anuencia legitimadora de gerentes culturales, curadores, críticos y artistas, así como con el auspicio de corporaciones privadas y entidades públicas en todo el planeta. Tal consenso ha despertado suspicacias y cuestionamientos que señalan el peligro de “estatización banalizante” y “mitificación acrítica” que conducen a la neutralización política
[3].
Otro aspecto no menos controversial es el que tiene que ver con la laxitud de los criterios empleados a la hora seleccionar, exhibir y valorar la pertinencia artística de muchos de estos planteamientos. Se dice que no hay una clara distinción entre la especificidad estética de los mismos y su propósito político, cuestión que no siempre es decisiva en la acción desplegada por los individuos o agrupaciones vinculados a estas prácticas, ni por los agentes e instituciones que los promueven. El asunto, claro está, no es sencillo, pues tampoco se perciben con simpatía las obras que centran su atención en los asuntos exclusivamente técnicos y formales.
La fuerte diatriba que tuvo lugar a principios del siglo XX entre las corrientes figurativas y las tendencias no icónicas o anti-retinianas, marcó una distinción preliminar (aunque duradera) entre las imágenes y los conceptos como si las unas y los otros fueran cosas distintas. Según algunos, las imágenes no muestran más que la apariencia exterior de un mundo ilusorio por lo cual dificultan el acceso a los conceptos que son, a fin de cuentas, la esencia de las cosas. Más adelante, a mediados del siglo XX, esta suposición adquirió un matiz algo más radical bajo el amparo de la filosofía del lenguaje y del pensamiento semiológico, permitiendo que las palabras ocuparan el lugar de las imágenes (y de las cosas). Así lo señaló Harold Rosenberg en “Arte y palabras” al indicar que una obra de arte era una suerte de centauro “mitad palabras, mitad materiales artísticos”
[4].
Claro que el asunto era más sutil que la simple alternativa de identificar las palabras con los conceptos. En realidad, bajo esta cuestión estaba el modelo saussuriano acerca de la naturaleza del signo, cuya composición supone una oposición permanente e ineludible entre el significante y el significado. El arte conceptual y las corrientes subsidiarias de su programa pretendieron desde el principio la neutralización del significante o portador material (véanse denominaciones como las de arte no objetual, arte de idea, arte efímero, o arte proceso) y la potenciación exacerbada del significado. La otra opción, tal vez la más sofisticada de las estrategias que se derivan del minimalismo, fue la de “tratar los materiales como si fueran sentidos” (Rosenberg), planteando una identificación literal, tautológica, entre sus atributos físicos y los conceptos, de manera que un cubo de metal o un rectángulo de tierra en una galería o museo no expresan otra cosa que lo que ellos son en cuanto existencia material. Más allá de su presencia fenoménica no hay nada más, algo que también viene a cuento cuando percibimos imágenes con la presuntuosa aspiración de conseguirles un significado más allá de lo que ellas constituyen como representaciones. En estas, como en las proposiciones del minimalismo y el arte conceptual, la contradicción entre el significante y el significado es una latencia permanente de cuyo manejo depende afectividad comunicacional de muchas propuestas visuales en la contemporaneidad.
Al asumir o entender la obra como proposición de lenguaje, la lucha por el significado no sólo se plantea entre la realidad y la representación, sino entre la legitimidad de los códigos y la inteligibilidad de los enunciados, configurando una micropolítica del signo
[5]. Ello significa que los conflictos estéticos siguen vigentes, aún en una atmósfera de distensión aparente, pues las imágenes (cuando las hay) y los conceptos (siempre que sean legibles) mantienen su fuerza desestabilizadora.
Paradójicamente, la pregunta por el concepto de una obra nos conduce casi indeclinablemente hacia la explicación de su significado, como si este estuviera en un lugar distinto del que la obra ocupa. En algunas obras visuales, sin embargo, el concepto es el contexto entendido simultáneamente como marco especulativo y como emplazamiento físico. Allí la obra potencia una serie de atributos estéticos y de contenido que le son propios, al tiempo que exterioriza aspectos latentes que corresponden a la historia y función del emplazamiento elegido (sea galería, museo, espacio urbano o ambiente natural). Allí el concepto no ostenta distinciones ni separaciones, porque su significado está unido al contexto que lo propicia
IIVideo-contextosEntre la vasta tipología en la que hoy pueden agruparse las obras videográficas -video-escultura, video-instalación, video-proyección, video-acción– y la diversidad de problemáticas a la que estas se adscriben, destaca una corriente que pone mayor énfasis en los contextos de producción y su incidencia en las prácticas de representación de la cultura contemporánea. Conjugan la acción, el documento y la situación; sobre todo las vinculadas a los debates públicos de mayor intensidad en nuestro tiempo. Mezclan todo –psicología comunitaria, activismo, pedagogía, arte, etc.- buscando incrementar el efecto crítico de sus planteamientos. Construyen sucesos que les permiten recodificar simbólicamente la interacción con sus contextos de recepción potenciales, ya sean institucionales, comunitarios o académicos. En tal sentido, aprecian la procesualidad de sus experiencias pero no desdeñan la fina elaboración discursiva de sus trabajos videográficos.
Entre las figuras que han cultivado esta vertiente se encuentran una serie de video-artistas norteamericanos, europeos y latinoamericanos que merecen ser comentados. Wolf Vostell en
TV- Rebaño (1991) señala la influencia homogenizadora de la industria televisiva. Vito Acconci con Following piece (1969) utiliza el video como dispositivo de vigilancia, grabando imágenes de personas en las calles de Nueva York. En
Semiotics of the kitchen (1975) Martha Rosler -“feminista en desarrollo” como ella misma se define- se ubica en la cocina - el lugar de la perfecta ama de casa según los medios de comunicación- mostrando y nombrando los objetos que allí se encuentran por orden alfabético. Juan Downey en
Trans-américa (1976) propone una visión geo-cultural de las culturas mesoamericanas a partir de la convivencia in situ. Krzysztoff Wodiczko con sus video-proyecciones sobre edificios públicos fusiona imagen y memoria desde una perspectiva crítica que toca aspectos vinculados a la discriminación laboral, la violencia de género, o la guerra como lo ha hecho en Tijuana (2001), Krakow (1996) e Hiroshima (1999), entre otras ciudades del mundo. En Border Brujo (1990) y otros trabajos Guillermo Gómez Peña asume la geografía del borde, ubicándose en una zona fronteriza que no sólo tiene que ver con el territorio sino también con las culturas y saberes diferentes que se encuentran.
Todos los autores citados dan cuenta de una situación, entendida como “acontecimiento localizado” en un contexto específico. La mayoría de ellos proviene de una relación de intercambio con otras personas –sobrevivientes, víctimas, nativos- o del estudio de sus circunstancias. Igualmente, sus pretensiones van más allá del video como producto autónomo e intentan insertarse en una discusión más amplia sobre los asuntos de su interés.
El lugar diferido (ágora virtual)Si los videos contextuales logran o postulan un espacio de visibilidad para aquello que ha sido silenciado y ocultado en la trama social por considerarse marginal o políticamente “incorrecto”, arrastran consigo la paradoja del diferimiento; es decir, la lejanía de cualquier fenómeno una vez que se transformado en lenguaje. Surge esa falta del propio lugar que se reclama o invoca porque se pierde esa condición de sitio que se solicita. Es decir, se conquista un espacio ubicuo, sin anclaje físico, sin gravitación, que habla de una contigüidad con su referente - con la situación “real”- que ya no es posible.
Y no es que la veracidad de aquello que se ha hecho visible haya sido vulnerada en su integridad testimonial sino que ha sido transferida conscientemente a otro contexto. El precio de esa pérdida del lugar evocado es proporcional al efecto concientizador que alcanzan estas imágenes en el ámbito del arte. Lo que sucede es que muchos de los conflictos y calamidades de la vida pública contemporánea no ocurren sólo en el plano empírico sino que atañen a los modelos de representación colectivos y, por tanto, están diseminados en el lenguaje. Quizá por ello los videos contextuales deben operar directamente sobre la matriz lingüística de la imagen y presupuestar sus posibilidades de recepción de cara a un destinatario que tampoco está en el lugar de los hechos que se reseñan. Es decir, estas propuestas deben combatir la distancia del espectador con el diferimiento de la imagen. Se forma así un ágora virtual, una situación que no está en ninguna parte, pero que permite acercar mundos distantes, espacios que comúnmente no se tocan.
Sólo en ese no lugar efímero que es la exposición y frente a la volátil presencia de un video que retoma las partes incómodas de aquella realidad que constantemente se esquiva, la atención del sujeto queda atrapada entre la fascinación y el desdén. En tal sentido, los videos contextuales pueden ocasionar un leve, aunque incisivo, corte de circuito en la rutina homogeneizante. En síntesis, estas propuestas no buscan ni la seducción ni el embelesamiento a que nos tienen acostumbrados las imágenes televisivas y cinematográficas. Tampoco aspiran a los refinamientos subliminales del video clip y la publicidad. Ni siquiera pretenden regodearse en el experimentalismo formal. Son, ni más ni menos, ejercicios de exploración del ámbito público, un ágora sustitutiva, virtual, para la catarsis colectiva.
Certidumbre y duelo de las imágenesLas imágenes traen consigo una certeza dudosa, ambigua. Hay en ellas una doble constatación donde queda circunscrito lo que está allí y por estarlo ya ha dejado de ser. Temporalidad y espacio funcionan retroactivamente, mientras el referente ha quedado en alguna parte, en algún lugar que ya se ha vuelto inaccesible. En el video como en la fotografía la imagen permanece en ese limbo “amoroso o fúnebre” advertido por Roland Barthes en su Cámara lúcida
[6]. Nada es porque ya ha sido, aún cuando la permanencia de las cosas queda adherida, fijada “laminarmente” al objetivo o a la pantalla sin poder distinguir claramente aquello que corresponde a la imagen de lo que pertenece al mundo. Allí se inaugura un ciclo en el que se suceden la aparición y la muerte, el deslumbramiento y la ceguera. Ver lo que acontece equivale a no ver los inevitables saltos de la imagen porque su continuidad depende de esa omisión, de ese unir lo que en realidad está fragmentado en una vertiginosa secuencia de vistas fijas.
Por eso, la presunta movilidad del referente y su ilusoria presencia ya han sido olvidadas. Hemos aprendido a convivir con los artificios, aún bajo la conciencia de su rol sustitutivo. Incluso le hemos asignado funciones muy encomiables como la de servir como documentos de lo existente o de evocaciones de un mundo posible. El lenguaje videográfico encarna esa figura del artificio como reemplazo de la pérdida (del referente, del mundo, de las certezas) y conciencia del duelo, para hacer de la ausencia una presencia verosímil.
Es decir, en cuanto documento de una experiencia acontecida la imagen videográfica arrastra una carga doble, ambivalente, donde se encuentran la certidumbre y el duelo. De manera que esa cercanía contextual, propia de algunas indagaciones audiovisuales, se proyecta literalmente sobre dos horizontes: el de procedencia y el actual; este último es siempre una remembranza postrera de otro mundo que nunca o muy pocas veces está al alcance del espectador.
Sólo hay un instante donde esta ambivalencia es temporalmente suprimida por la acción; es decir, por el hecho de que las imágenes son parte medular del acontecimiento que registran. En tal sentido, las imágenes video-contextuales lo que buscan es la visibilidad de aquello que, aún estando presente, no ha recibido atención. La trasgresión, entonces, consiste en estar ahí para dejar testimonio de lo que se supone no había existido nunca porque jamás fue visto o documentado. Ver la calle, percibir la mutua indiferencia que se manifiestan el arte y la vida pese a toda la retórica ampliada que los presenta a cada uno como prolongación del otro; observar que las nociones de género e identidad que manejamos pueden ser incompatibles y dramáticas; contemplar la depauperación material y simbólica de los espacios públicos –plazas, monumentos, edificios- a través del velo translúcido de su “empaquetamiento” ideológico; vislumbrar, en fin, maneras irónicas y poco ortodoxas de participar en la escena global a través de “extensiones” apócrifas (y no autorizadas) de productos expositivos concebidos por la industria cultural de occidente.
IIITerritorios e imágenes: tres casos de estudioEn lo sucesivo analizaremos brevemente el significado de los contextos de producción y recepción en el video arte venezolano. Dicho enfoque asume la naturaleza conflictiva de la imagen desde el punto de vista perceptivo, discursivo e ideológico. Se trata de una micropolítica del signo a través de la cual se canalizan tensiones tales como presencia y diferimiento, temporalidad y trascendencia, ficción y documento. Todo eso ubicado en el marco contextual que trazan diversas genealogías de la contemporaneidad. Para ello se proponen tres casos de estudio donde la estructuración de la imagen videográfica, signada por oposiciones irreductibles, se mueve entre la certidumbre de lo visible y el duelo de su desaparición.
En 1978 Claudio Perna (Milán, Italia, 1938 – Holguín, Cuba, 1997) presentó la video instalación
Rural y urbano, obra compuesta por dos proyectores simultáneos sobre una guayabera y un traje de caballero. Las películas se filmaron originalmente en Super 8 y los atuendos utilizados estaban colocados en ganchos por su parte posterior, como si dieran la espalda al espectador. Por esos años, los núcleos citadinos habían incorporado el flujo poblacional proveniente de los campos a consecuencia de las modificaciones socio económicas e industriales que generó la explotación petrolera. La propuesta de Perna intentó retener la incidencia de este fenómeno en la medida en que ello revelaba los síntomas del proceso de modernización iniciado décadas antes. Para entonces, la hegemonía de las corrientes constructivas y abstractas - su predilección por las formas abstractas y los ritmos dinámicos - parecía encarnar el más alto ideal estético del proyecto nacional, mientras las incursiones en la cultura vernácula parecían algo superado. La guayabera y el paltó –lo rural y lo urbano- constituían los signos de dos mundos irreconciliables, en coexistencia tensionada.
Varios años después, disipada la quimera desarrollista que fue incapaz de borrar la fractura generada por los contrastes económicos y sociales, la propuesta de Perna dominaba aún el panorama de las artes visuales venezolanas como un signo premonitorio
[7], al menos para una serie de video creadores que han trabajado la compleja encrucijada donde se encuentran lo moderno y lo contemporáneo en su voluntad de trazar o retomar genealogías que legitimaran la pertinencia de sus búsquedas.
En ese marco, Magdalena Fernández (Caracas, 1964) -devota exploradora de las geometrías orgánicas- ha desarrollado una serie de animaciones abstractas que se estremecen con el pintoresco sonido de aves y anfibios tropicales. La presunta rigidez de las estructuras modernas cede y se quiebra ante las desviaciones espontáneas de la naturaleza. Su propuesta – recogida bajo el título de
Superficies (Museo de Arte Contemporáneo, Caracas, 2006) - evita las alusiones literales, eximiendo a la imagen de cualquier referencia reconocible y limitándose apenas a la combinación de líneas y planos coloreados. Sin embargo, esa austeridad visual prefigura un paisaje latente, precodificado, que no se deja atrapar por la mirada. En ese sentido, la imagen funciona como extensión de un contexto que no es visible, a pesar de su pregnacia semiótica, lo que supone una velada afirmación territorial tras la cual se advierte la compleja tensión que mantiene el discurso moderno con el mundo natural.
Pero en esa danza de ocultamientos y emergencias donde la imagen videográfica establece un marco de visibilidad controlado siempre hay un margen para que los elementos contextuales participen, aunque sea por omisión, en el proceso de construcción del significado. En la serie de video celulares
Seguridad, territorio, guayabo y población realizada durante el año 2007 por Juan Carlos Rodríguez (Caracas, 1967), el artista sustituye la presencia del paisaje por su propio rostro, recreando la áspera espontaneidad del llanero venezolano. Allí la sabana altoapureña es un no lugar fronterizo donde la violencia viene de muchos lados y se oculta con el silencio. En uno de esos trabajos –titulado
Paisaje didáctico (2007)-, Rodríguez refiere la existencia de un “teatro de operaciones” ficticio, camuflado entre la apacible apariencia de una escena pastoral de factura popular. Describe la cruda realidad que se esconde tras los matorrales que sirven de trinchera y protección a los grupos guerrilleros y paramilitares que habitan la frontera colombo venezolana en las riberas del río Arauca. Sin embargo, lo sugerido es apenas una escena circunstancial, signada por el juego de intersticios que hay entre lo pictórico y la representación audiovisual. En piezas más recientes como
Guajibiando (El anexo, 2008), el artista encarna nuevamente la figura del llanero pero sin la sabana que lo cobija para hablar del racismo criollo en el severo mundo de la pampa vernácula.
Aunque no han sido pocos los artistas cuyo trabajo ha sufrido los estremecimientos propios de semejantes circunstancias, las propuestas de Perna, Fernández y Rodríguez se desplazan entre dos horizontes: de un lado la exploración o rastreo de las estrategias discursivas de la tradición moderna en el presente y, del otro lado, la exhumación, confrontación y desmontaje crítico de esos modelos. Naturalmente, ambas estrategias expresan su soberanía sobre coordenadas simbólicas y territoriales que se reconfiguran constantemente. De allí surgen a cada momento cartografías inéditas e imaginarios contradictorios. Es decir, aquí no se trata solamente de imágenes y conceptos que orbitan en un marco de relativa autonomía sino de contextos discursivos e institucionales que condicionan la producción y circulación de los significados artísticos.
En estos casos, aquella escisión inicialmente sostenida por el proyecto moderno entre lo urbano y lo rural, no se ha disipado aún. Conductas y costumbres vernáculas parecen distantes de los modelos cosmopolitas de la urbe, mientras el campo del arte permanece autista, sumergido en sus propios rituales. Tres universos –el campo, la ciudad y el arte- cuyas órbitas no se tocan a pesar de su contigüidad espacio temporal. Sólo las imágenes dan cuenta de esa fractura que a veces se manifiesta tácitamente y otras se expresa con agudeza.
Lo que las imágenes quierenComo ya se ha indicado, muchos problemas asociados a la imagen están relacionados con el contexto. El vacío, la ausencia de referentes, corroe cualquier tentativa de significación por lo cual toda imagen busca anclarse en su propia ecología para instaurar desde allí su sentido. En ocasiones, sin embargo, lo que falla es la correcta articulación de la estrategia discursiva y el lugar desde donde esta se proyecta. Entonces –se dice, se supone o se intuye- que esa anomalía es en realidad una ausencia de concepto.
Pero si aceptamos la obligatoria binareidad del signo (tal como la propuso Saussure) esta presunción resulta inexacta. La imagen-signo no puede existir sino como una dualidad, por demás necesaria, compuesta por un significante o portador material y un significado o concepto. La simplicidad de este argumento sirve para explicar que no existen imágenes sin concepto sino imágenes que funcionan o no funcionan. Así, lo que se presume como carencia conceptual es en realidad un defecto o incorrección discursiva, susceptible de ser ajustada si se evalúan adecuadamente las condiciones del contexto; es decir, si se correlaciona la imagen con la circunstancia de su uso. Esto es, ni más ni menos, lo que atiende la micropolítica del signo basada en la interacción de la imagen, el concepto y el contexto.
Dicho esto, el asunto que hoy preocupa a muchos creadores, especialistas y espectadores parece derivarse de la presuposición de que las imágenes pueden construírse genéricamente para que funcionen con independencia del lugar donde se presenten, siempre que este pueda reconocerse y delimitarse en el espacio jurisdiccional del arte (de la galería al museo, de las ferias de arte a las bienales). Quienes así piensan no reconocen las variaciones, accidentes y especificidades de los contextos de recepción, además de que tienen una confianza ilimitada en la autonomía del arte. Esa creencia está arraigada en casos tan diferentes y contradictorios como el formalismo y el contenidismo. Sin embargo, sin contexto no hay sentido o este se transforma en algo banal e insípido, incluso cuando la imagen parece estar resuelta de manera convincente o cuando esta perfila como un severo ejercicio crítico.
Finalmente, otro asunto que preocupa es la confusión entre la llamada carga conceptual de la imagen y la inflación verbalista que a veces la acompaña. Ya es tarde, sin embargo, para debatir sobre cuantas palabras son suficientes para argumentar una propuesta. La cuestión no reside en la mayor o menor profusión explicativa sino en la naturaleza específica de una obra, pues algunas existen como ideas o declaraciones y otras, simplemente, dependen de su facticidad y consistencia sensorial. Una vez más hay que preguntarse qué es lo que las imágenes quieren, qué es lo que estas esperan de quien las mira.
Caracas, enero-abril de 2008
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Notas: [1] Conferencia impartida en el Coloquio Las imágenes del Concepto (Palacio Legislativo, Asunción, Paraguay, 2008). Imágenes de referencia: Claudio Perna, Magdalena Fernández, Juan Carlos Rodríguez
[2] Douglas Crimp. Imágenes (Revista October 8, 1979). En, Wallis, Brian (ed). Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación. Ediciones Akal S.A. 2001 p. 183
[3] Cfr. Longoni, Ana. La legitimación del arte político. Publicado en: Brumaria 9, Madrid, verano de 2005. Tomado de:
http://www.micromuseo.org.pe/lecturaabordo/alongoni.html[4] Rosemberg, Harold. Arte y palabras. En, Batcott, Gregori. La idea como arte. Documentos sobre el arte conceptual. Editorial Gustabo Gili. Barcelona: 1977 pp. 117-126
[5] La micropolítica del signo se propone como una aplicación semiótico visual de la “microfísica del poder” esbozada por Michel Foucault y la “micropolítica del deseo” sostenida por Félix Guattari.
[6] Cfr. Barthes, Roland. Cámara lúcida. Notas sobre la Fotografía. Ediciones Paidos S.A. 1998 p. 33
[7] Rural y urbano se presentó póstumamente en dos ocasiones más; la primera en el marco de la muestra “El casco de acero. Arte de instalación” (Espacios Unión, Caracas, 1998) y la segunda apropósito de la retrospectiva del artista “Claudio Perna. Arte Social” (Galería de Arte Nacional, Caracas, 2004)