sábado, 2 de enero de 2016

La instantánea fotográfica como anacronismo

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¿Qué significa en realidad la fotografía instantánea? Nuestra pregunta tiene como punto de partida la muestra “Realidades instantáneas”, organizada por la Fundación Telefónica de Venezuela y la Sala TAC del Trasnocho Cultural entre el 10 de septiembre y el 25 de octubre de 2015 en Caracas. La muestra, conformada por alrededor de seiscientas fotografías y curada por Sagrario Berti, se planteó un mapeo preliminar de los usos y significados, tanto artísticos como domésticos de la instantánea[1]. Obviamente, con esta premisa sale a relucir el problema de la imagen y el tiempo, su aceleración o ralentización analítica.

Para los aficionados, la fotografía instantánea tenía el atractivo de simplificar el proceso, gracias a que la película era autorevelable, ahorrando la utilización del laboratorio o cámara oscura. El principio técnico de este procedimiento fue descubierto por el científico estadounidense Edwin Herber Land a fines de la década de 1940, método que se popularizó más tarde hacia los años sesenta.

Los registros que se encuentran en la exposición “Realidades instantáneas” abarcan diversas situaciones y parámetros visuales, en unos casos concentrados en la imagen fija y autónoma; en otros sometidas a un régimen procesual referido a una idea o acción. Hay documentación de performance, fotonovelas, álbumes de bitácoras, script cinematográficos, pruebas de encuadre, testimonios de festejos familiares, documentos de identidad, etc. Para cada caso, el tiempo transcurre de manera diferente, lo cual incide en los modos en que se manifiesta y percibe la inmediatez de una foto hecha "en un instante para durar toda la vida".

La verdad es que todas las fotografías son instantáneas, pero sólo en algunas el tiempo de aparición de la imagen es lo suficientemente rápido como para suponer algún tipo de “magia”. Dicha rapidez, directamente asociada con la velocidad con  que la imagen se inscribe en la placa sensible, puede verse atenuada por la forma de organizar el registro e incluso generar una sensación de retroactividad que contradice la propia naturaleza del medio.

Pedro Terán en sus polagrams, por ejemplo, propone una geometría progresiva fundada en los registros sucesivos de un mismo elemento, mientras Giuliano Bartolozzi sugiere un desplazamiento que se desarrolla dentro de la propia imagen. En el primero, la matriz del movimiento esta en la superposición secuencial de varias tomas, en el segundo es la traza facetada del gesto. Es decir, para uno la duración se basa en la consecutividad de varias instantáneas, mientras para el otro reside en la captación del acontecer en una sola imagen. En estos casos como en aquellos que le son generacionalmente afines (Claudio Perna, Roberto Obregón, Héctor Fuenmayor) hay una dialéctica precinemática que detiene el opticalismo de las proposiciones cinéticas, inclinándose a una visión más intelectual que fisiológica del tiempo.

Siguiendo con la idea del tiempo en la imagen instantánea, llama la atención que muchos de los artistas afiliados a la vertiente conceptual, la utilizaron para remarcar la idea de proceso, especialmente cuando se trataba de registros de acciones (Diego Barboza, Antonieta Sosa, Yeni & Nan). Aquí el uso de la instantánea se prolonga como testimonio de un acontecer. Se busca la plasticidad en cada toma pero prevalece el concepto de la totalidad del evento.

Otro ejemplo es el de los script cinematográficos (Solveig Hooguesteijn, Diego Risquez) donde la instantánea funciona como acotación al proceso de rodaje. Su uso posterior refiere un antes o momento previo en el continuoum de la filmación. Por otro lado, Carlos Castillo se maneja en el tempo narrativo de la fotonovela, con intervalos interrumpidos entre cada imagen y dejando que el texto suelde el flujo de la historia. Aquí la instantánea acontece buscando un desenlace progresivo en cada toma.

En otra categoría están los registros instantáneos que sirven de bosquejo previo a la foto definitiva (Fran Beaufrand, Carlos Germán Rojas), ya sea para un publicación artística, un catálogo de moda o una pieza publicitaria. Estas propuestas representan un “ya”, que no es definitivo, pues se trata apenas de indicar que la escena es propicia o que algo se debe corregir.

Un enfoque más concentrado en la imagen única es el que se plantean algunos artistas cuyo trabajo más conocido es eminentemente fotográfico como Ricardo Jiménez, Ricardo Gómez Pérez, Abel Naim y Mauricio Donelli, quienes afrontan el medio con plena conciencia de sus limites, pero buscando un resultado definitivo, cuidando el encuadre, la iluminación y el foco.

Las únicas instantáneas “que no tienen reversa” (en el sentido temporal) son aquellas que en el ámbito de las actividades domésticas, especialmente las celebratorias, eternizan emociones efímeras a veces irrepetibles. Ellas son las que muestran el instante puro y simple de estar en un sitio o compartir con alguien, sin ninguna otra pretensión que poder contarlo o mostrarlo. Son escenas cotidianas, sin la mediación intencional de artilugios estéticos, donde el tiempo consumido durante el registro y aparición de la imagen están hechos "para durar toda la vida"

Hubo una época en la que se pensaba que las fotografías instantáneas desaparecerían inexorablemente dada la poca estabilidad de la emulsión de almidón, algo que seguramente desincentivó el uso profesional de la misma, excepto como trámite experimental o apoyo previo para tomas definitivas. Se recomendaba mantenerlas a resguardo de la luz, paradójicamente el elemento que las hacia posibles. La verdad, pese a la promesas de eternidad ofrecidas por la publicidad, es que las instantáneas no eran para ser conservadas, sino para disfrutar el breve momento en que la imagen se hacia visible. Estaban pensadas para el presente, no para la posteridad. No había futuro para ellas, o por lo menos era un porvenir menos glorioso que el de las copias en sales de plata. No había tiempo para ellas, sólo un pequeño lapso de euforia, mientras llegaba lo definitivo.

Pero el tiempo pasó y he aquí que nos encontramos con un vasto archivo de registros instantáneos que han trascendido los pronósticos (con los respectivos cuidados del caso). Fue el tiempo suficiente para la aparición de otro tipo de instantaneidad sobre soportes digitales. En la actualidad se toman millones de fotos de este tipo que van a parar a las redes sociales o a la memoria de los computadores y dispositivos móviles de sus dueños. Sólo que ahora, la velocidad de aparición y diseminación de las imágenes es mucho mayor y el tiempo de su consumo inmediato se ha vuelto cada vez menor.

Al final, la imagen instantánea es sólo un fragmento ínfimo en un acontecer. El tiempo al que ellas remiten ya se ha consumado como causalidad inconclusa y sin porvenir. No hay nada más, no hay después, sólo el momento inmóvil y la amenaza de su desaparición física. Si, porque si algo pone en cuestión el destino o finalidad de una foto instantánea, es su incierta posteridad, como por lo general nos lo enseña el cine y el vídeo donde el acto de ver acontece una vez que la imagen se ha disipado en el flujo vertiginoso de las demás imágenes que vienen a ocupar su lugar fugazmente en la retina del espectador. En definitiva, la exposición “Realidades instantáneas” nos confronta al espectáculo de un tiempo indomable,  detenido en un presente perpetuo que -como pensaba Giorgio Agamben al referirse a lo contemporáneo-  siempre será “anacrónico”[2].

Caracas, septiembre de 2015


PS:
En el libro “La Emergencia del tiempo cinemático. La modernidad, la contingencia y el archivo” Mary Ann Doane (Cendeac, Murcia, 2012) advierte que lo relevante en la fotografía instantánea como fenómeno precinemático es el espaciamiento y no jerarquización de los intervalos[3], algo determinante en la comprensión del tiempo. El vacío que hay entre una imagen y la siguiente se torna extremamente significativo desde el punto de vista narrativo, indicando en cada caso cuan vertiginosa o lenta puede ser la percepción de un evento.
Un buen ejemplo para reflexionar el asunto –me señala el artista Iván Candeo a quien debo la referencia del libro citado más arriba- son los dípticos de la serie Ligeras variaciones realizados por José Ramírez en películas polaroid. Dos tomas de un mismo sitio, en momentos, ángulos o distancias diferentes, abren la interrogante en torno a lo que pasa entre un registro y el otro. Lo esencial en la percepción ocurre entre lo visto y lo no visto, esas “ligeras variaciones” son las que marcan la dinámica de la visión y del tiempo. 
Otro tanto sucede con Paisaje en el camino de Luis Romero, Dulce Gómez y Eduardo Molina. En este trabajo, el tiempo transcurrido en la vía, entre Caracas y Maracay, queda marcado en lapsos caprichosos, pero que mantienen la unidad del acontecimiento. La idea del viaje, la distancia recorrida y la impronta visual de ese periplo sobre la película instantánea, configura una cronometría topográfica. Queda el enigma de los momentos no registrados: ¿que pasó entre una toma y la otra? ¿qué hay en ese intervalo ciego? Paul Virilio, para quien “la velocidad trata la visión como materia prima”, al referirse a los experimentos cinematográficos de Georges Méliès lo explica así: “Es el ‘entre dos’ de las ausencias lo que hace visible esas formas”[4]
Lo instantáneo, dice Mary Ann Doane (pensando en Walter Benjamin) “encierra la promesa de la novedad” gracias a su “absoluta discontinuidad”[5]. Eso que falta o que está omitido destila tanta información como las imágenes que emergen ante nosotros. De cierta manera, entonces,  lo que comparte la fotografía instantánea con el cine, la televisión y el video, es la búsqueda de “la continuidad por medio de la discontinuidad”[6], idea que ya estaba en las cronofotografías de Eadweard Muybridge y Étienne Jules Marey. Es decir, para obtener el tiempo “global” de la narración, su avance de un estado a otro, se procede mediante la fragmentación, cada vez más “puntual”  del instante. Digamos entonces que la fotografía instantánea vendría a ser una tentativa -acaso utópica- para “ganar más tiempo”.
Las instantaneas en realidad hablan del tiempo gastado o, como afirma Richard Hernández en un documental, “del tiempo que estamos perdiendo”. Hay, en algunos casos, un tránsito o tensión entre lo instantáneo (forma inicial del registro) y lo simultáneo (forma definitiva de organización y exhibición de las imágenes). En tal sentido, lo instantáneo (como inmediatez irrepetible) se convierte en acumulación duracional.


Ante una pregunta del público en uno de los foros de la exposición “Realidades instantáneas”, Aixa Sánchez autora de uno de los textos del catálogo de la muestra,  enfoca el asunto del siguiente modo: "en la fotografia instantanea dijital el tiempo es prácticamente compartido, pues se intercambian y consumen imágenes en tiempo real, lo cual se debe a que la foto se utiliza como una forma de comunicación”[7]

En la era digital, lo instantáneo se ha vuelto ubicuo, se disemina en todas partes, como si ya no quedara tiempo para más. Los intervalos se han vuelto más cortos y la tesaurización de la vida cotidiana (viajes, festejos, intimidad) parece imponerse como único acontecimiento. Llegará el momento en que ya no habrá parpadeo, sólo un torrente de imágenes fijas para pupilas en vigilia perpetua.

Caracas, octubre, 2015


[1] Cfr. Realidades instantáneas (Catálogo de exposición). Fundación Telefónica/Sala TAC, Caracas, 10 de septiembre - 25 de octubre, 2015. Versión digital en: http://www.fundacion.telefonica.com.ve/publicaciones/cat_realidades_instantaneas_web.pdf
[2] Agamben, Giorgio. ¿Qué es lo contemporáneo?. En: Desnudez. Adriana Hidalgo Editora S.A., 2011, pp. 17-29
[3] Doane, Mary Ann. La Emergencia del tiempo cinemático. La modernidad, la contingencia y el archivo. Cendeac, Murcia, 2012
[4] Virilio, Paul. La estética de la desaparición. Editorial Anagrama, Barcelona, 1988, pp 16-17
[5] Doane, Mary Ann. La Emergencia del tiempo cinemático. La modernidad, la contingencia y el archivo. Op. Cit, p. 306
[6] Doane, Mary Ann. La Emergencia del tiempo cinemático. La modernidad, la contingencia y el archivo. Op. Cit, p. 311
[7] Sánchez, Aixa. Foro en el marco de la exposición “Realidades instantáneas”, Sala TAC, Caracas, 8-10-2015

Geometrías sumergidas, ruinas cotidianas (1)


El arte venezolano es reconocido como uno de los epicentros de la abstracción geométrica en Latinoamérica, corriente que coincide de manera general con el ideal de desarrollo sustentado por las elites intelectuales y políticas del hemisferio.  Inmerso en esta perspectiva, Alejandro Otero escribió en 1952: "(...) la pintura abstracta es en su conjunto, mucho más que la expresión individual de alguien (...). Ella está tratando por otras vías de integrarse a la vida colectiva y a usos de orden práctico y utilitario" (2).  Las palabras de Otero sintetizaban las aspiraciones de la generación "disidente", entonces enfrascada en el propósito de trascender la mimesis naturalista e insertarse de manera activa en la transformación de la realidad, cuestión asociada por entonces a la producción de un arte vinculado a la práctica arquitectónica, el diseño y el urbanismo.

En su momento histórico, el arte geométrico consiguió logros significativos en materia estética y cultural, pero no logró trascender las contradicciones socio económicas que le dieron origen, aún vigentes y con clara tendencia a su agravamiento. Sin embargo, en los últimos años se ha producido una fuerte revalorización de los lenguajes asociados al legado moderno en los circuitos internacionales del arte, especialmente en los metropolitanos. En Venezuela también están apareciendo una serie de propuestas orientadas a la revisión de los postulados de la abstracción geométrica y su relación con el proyecto nacional. En algunas ocasiones se trata de aproximaciones nostálgicas, mientras en otras oportunidades se cuestiona críticamente su carácter utópico. Nos interesa en este comentario reflexionar sobre aquellas proposiciones donde las estructuras del pasado reciente están sumergidas en el imaginario cotidiano, como síntomas de un proyecto inconcluso, que lejos de mostrar el esplendor y la pureza de las formas, hace explicito su carácter de ruina prematura.
La ciudad y los símbolos son las instancias desde las cuales se ventilan estos temas. Solo hay que mirar bien, explorar tras las fachadas y revisar la genealogía latente que informa estas tentativas en las obras de Daniel Medina, Jaime Gili, Muu Blanco, Gerardo Rojas, Erika Ordosgoitti, Bonadies & Olavarría, Iván Candeo,  Federico Ovalles Ar, Ali González, Jorge Pedro Núñez e Iván Amaya, entre otros. Edificios, rejas, urbanizaciones, fachadas, paredes y muros sirven como referente de estas geometrías sumergidas, camufladas en el quehacer diario, desprendidas ya del aura provisorio que tuvieron en otro tiempo. Geometrías precarias, palimpsestos monumentales, donde se yuxtaponen funciones y signos antagónicos: ranchos "ensamblados" con  todo tipo de materiales reciclados (zinc, cartón, madera, etc.), rascacielos inacabados empleados como viviendas, ladrillos recuperados que se transforman en tramas coloridas, rejas de seguridad convertidas en dispositivos cinéticos.

Así como el paisaje -ese género que marcó el proceso de renovación artística a inicios del siglo XX- reapareció décadas más tardes en las propuestas de intervención en ambientes naturales, la geometría regresa a la escena visual del país como un arquetipo travestido, inserto de manera subrepticia en la imagen fotográfica, el vídeo, la instalación y la gráfica. Frente a estos desplazamientos hay que interrogar las formas y las estructuras en su conexión con las representaciones colectivas para entender el lugar que ocupan en el desigual reparto del mundo sensible.    Las nociones de orden y progreso, tácitamente asociados con el arte geométrico, pierden su preeminencia simbólica ante la inoperancia de las políticas publicas y el deterioro del patrimonio cívico.
Al contemplar los registros y proposiciones visuales que toman como referente diversos aspectos de la ciudad como las torres del Centro Simon Bolívar, los superbloques del 23 de enero, el Helicoide, la Universidad Central de Venezuela y otras edificaciones que surgieron del entusiasmo moderno, se advierten las complejas declinaciones de la geometría en la contemporaneidad. Las estructuras siguen allí, pero ya no funcionan igual ni significan lo mismo.   Se han convertido en el testimonio de una promesa incumplida, refutada por las contingencias de la propia cotidianeidad donde pretendía insertarse. Pero no hay que confundirse: esa latencia de lo geométrico no significa su resurrección; se trata de la proyección especular de una utopía que sigue operando subliminalmente en el inconsciente colectivo. El país sigue siendo, como al principio, un tinglado de robustas estructuras sobre los frágiles pilares de un palafito.

Caracas, abril de 2015

Notas:
1.- Artículo publicado en la revista Habitat Plus. Año 8, Edición 72. Junio de 2015, pp. 46-50. También reproducido en: http://www.habitatplus.com.ve/venezuela/geometrias-sumergidas-ruinas-cotidianas/#
2.- Alejandro Otero polemiza con Mario Briceño Iragorry a propósito del arte abstracto, de carillones y campanas, El Nacional, 7-5-1952. p 14. En, Alejandro Otero. Memoria crítica. Monteávila Editores, Caracas, 1992, p. 76

Lista de imágenes

01.- Alí González. El  río (detalle), 2008. Instalación: pintura sobre ladrillo. Colección particular / Iván Amaya. De la serie “Ciudades de arriba” (exterior), 2006-2010. Fotografía / Gerardo Rojas. Tamayo & CIA, 2008. Fotografía / Muu Blanco. Los palos grandes B, 2008. Fotografía.

02.- Iván Candeo. Paisaje a caballo, 2011. Video / Federico Ovalles Ar. Maracaiwoa, 2006. Intervención / Jaime Gili. Salve. Manzanillo, Nueva Esparta, Venezuela, 2009. Instalación.

03.- Daniel Medina. Libro 1 (Torres de El Silencio), 2012. Collage. Colección   particular (Foto: Ángela Bonadies) / Bonadies & Olavarría. Sin título. De la serie “La torre de David”, 2011. Fotografía  / Érika Ordosgoitti. Del caño al 23, 2009. Fotoperformance  (Foto: Henry Rojas) / Jorge Pedro Núñez. El sueño de una casa, 2011. Collage. Colección particular.

lunes, 13 de octubre de 2014

A QUIEN PUEDA INTERESAR

Sobre el proyecto editorial y expositivo “Panorámica. Arte Emergente en Venezuela. 2000-2012” 

1.- Curar una exposición de arte es un ejercicio hipotético, sustentado en una o varias premisas de partida y sus argumentos correspondientes. Por tanto, curar es ofrecer un marco epistemológico para orientar la mirada y el intelecto en la abigarrada escena visual de la contemporaneidad. En tal sentido, la curaduría no es una “ciencia exacta”  sino una tentativa discursiva donde se articulan lo axiológico (valoración), lo hermenéutico (interpretación) y lo espistemológico (conocimiento), siempre desde la óptica de quien propone una lectura singular en medio de un conjunto más amplio de acontecimientos.

Ni el libro ni la exposición “Panorámica. Arte Emergente en Venezuela. 2000-2012” son, ni pretenden ser, un diccionario ni una enciclopedia, sino el desarrollo de una hipótesis en torno a un período que, si bien puede caracterizarse por la diversidad de medios, lenguajes y temas, gravita excepcionalmente sobre los aspectos contextuales cuyos tres horizontes de referencia son: el entorno sociopolítico de la nación, la escena del arte y las demandas subjetivas del momento.  Tanto lo que se incluye, como aquello que se omite, obedecen a la lógica propuesta por la hipótesis curatorial planteada. Lo cual, dicho sea de paso, si implica un “sesgo”. ¿Y quién ha dicho que la curaduría es una ejercicio neutro e imparcial?

El proyecto editorial y expositivo “Panorámica. Arte Emergente en Venezuela. 2000-2012” intenta establecer algunos lineamientos para comprender la reconfiguración de la escena artística en el país y el tipo de relación que se plantea entre las obras y el contexto, revisando los mecanismos de formación,  valoración y circulación artística. Desde esa óptica, los sesenta artistas reseñados en el proyecto, responden clara e inequivocamente al criterio esbozado, lo que no niega que la selección podría abarcar a un número más amplio de valiosos creadores que por limitaciones de espacio y recursos no fue posible incluir. En todo caso, este proyecto se trata de ideas y no sólo de nombres.

2.- Un curador funciona desde sus afinidades intelectuales y estéticas, las cuales estudia, argumenta y divulga. Consecuentemente, un curador siempre es “complice” de los artistas, obras e ideas con los cuales trabaja: ¿cuál es el pecado? ¿dónde está el delito? 

El curador como autor es responsable de los conceptos y decisiones de orden metodológico que se derivan de su actividad y es a él a quien debe dirigirse cualquier cuestionamiento en dicha materia, en vez de reclamar la atención de otras instancias. A menos, claro está, que lo que se esté solicitando de parte de quienes advierten “conspiraciones” y “complicidades” sea poder o protagonismo. El proyecto editorial y expositivo “Panorámica. Arte Emergente en Venezuela. 2000-2012” es y debe ser perfectible. Sin embargo, no debe ser juzgado por lo que no es o por aquello que podría ser. Cada quien, con los medios a su alcance, puede configurar su propia visión e incluso sugerir otras alternativas metodológicas y conceptuales, sin necesidad de recurrir al resentimiento y la descalificación del esfuerzo ajeno. 

3.- “Panorámica. Arte Emergente en Venezuela. 2000-2012” tampoco es un proyecto historiográfico ni responde a dicha metodología. Los eventos que se comentan no pretenden agotar de manera exhaustiva lo acontecido durante los doce primeros años del siglo XXI,  sino que  se enmarcan dentro de una lectura específica de las producciones visuales en el período. Dos son las preguntas planteadas: ¿cuáles son los rasgos distintivos del movimiento artístico venezolano durante el lapso en estudio? ¿de qué manera se relacionan las producciones artísticas con su contexto de producción y recepción?

Ante un estudio cualitativo como el que se propone ¿cuantos nombres son suficientes? ¿bastan treinta, se requieren cien, o sería mejor que hubieran quinientos? Desde esa perspectiva, lo relevante no es el número de propuestas sino la manera en que ellas se concatenan entre sí y con su entorno de producción y recepción. Esto, obviamente, no tiene una sóla explicación. Se requieren más aproximaciones y más enfoques, incluso aquellos que adversan nuestra propia percepción del asunto.  Efectivamente, aún hay mucho trabajo por hacer.   

4.- Durante el lapso comprendido entre 2000 y 2012 muchos y heterogéneos fueron los planteamientos artísticos que se desarrollaron en la escena local. Algunos de ellos, enmarcados en la continuidad de búsquedas precedentes y otros, aún en vías de consolidación, orientados a la exploración de contenidos inéditos o no suficientemente visibilizados.  ¿Qué cambió? ¿Qué se mantuvo? ¿Cómo identificar las coincidencias y divergencias entre el arte y su contexto? Tales preguntas tienen respuestas complejas y exigen un esfuerzo taxonómico que tampoco es sencillo.

En tal sentido, el término “arte emergente”, empleado para identificar el proyecto editorial y expositivo que comentamos,  no define una tendencia ni es una etiqueta de mercado. “Arte emergente” significa producción configurante en un horizonte de contingencias, tanto endo-artístcas como extra-estéticas. Esto es, arte en diálogo con sus circunstancias, en busca de su definición y sobrevivencia en un entorno cambiante, a veces adverso (como sin duda ha sido el caso venezolano). 

En consecuencia, el “arte emergente” supone tácticas que atañen a la articulación  de nuevos mecanismos de inscripción y circulación de contenidos estéticos en un panorama hostil, buscando el vínculo de lo subjetivo, lo social y lo artístico. Para un arte que emerge en las contingencias de un contexto cambiante no hay taxonomias seguras, hay que inventarlas aunque estas parezcan arbitrarias. Y ya se sabe que en materia artística las mismas variables generan efectos distintos, de la misma  forma que la modificación de ciertas condiciones pueden desencadenar resultados paradojicamente similares a otros periodos.

Cada época  artística tiene producciones emergentes que pugnan por conquistar un espacio simbólico y rituales de permanencia que se enfrascan en preservar su hegemonía, de la misma manera que unas proposiciones afirman su contemporaneidad desde la irreverencia mientras otras se adscriben a la tradición aceptando sus reglas. 

En la Venezuela de comienzos del siglo XXI se plantea un debate que excede los comportamientos ególatras y absolutistas, pues el problema de fondo afecta la lógica estructural del campo artístico y desafía su sobrevivencia. Lo que intenta mostrar de modo directo y sin ambigüedades el proyecto “Panorámica. Arte Emergente en Venezuela. 2000-2012”  son los factores que potencian la emergencia de un arte vigoroso que ha debido redimensionar sus espectativas simbólicas para afirmar su legitimidad como dispositivo de enunciación; un arte donde están tomando cuerpo los asuntos comunes. Los 60 artistas reseñados dan cuenta de esos avatares. El libro y la exposición donde se incluyen dejan claro que en qué medida ellos afrontaron sus circuntancias.   

Félix Suazo
Caracas, octubre de 2014

viernes, 17 de diciembre de 2010

El Museo Alejandro Otero (o la ruina como refugio)

La reciente decisión de convertir las salas del Museo Alejandro Otero en un refugio temporal para más de 300 personas damnificadas por  las lluvias, parece una medida razonable. ¡No faltaba más! Se trataba de socorrer a quienes quedaron sin vivienda o estaban en riesgo de perderla. Frente a tal contingencia había que buscar soluciones inmediatas, aunque ello significara alojar a los afectados en un lugar que ha sufrido por las filtraciones, la ausencia del aire acondicionado y las fallas en sus ascensores. Al parecer, no había tiempo para pensar que las salas de exposición, ahora convertidas en un refugio improvisado, padecían una situación calamitosa desde hace varios años.  Voceros anónimos de la propia institución, así como la prensa nacional han comentado todos estos males con insistencia, sin que a la fecha el ente responsable haya tomado los correctivos necesarios. Algunos le achacan la culpa al diseño del edificio o señalan percances con las piezas de repuesto de los equipos, mientras otros denuncian la falta de mantenimiento, las restricciones presupuestarias y los problemas burocráticos.

Lo cierto es que los espacios y el personal del Museo Alejandro Otero han brindado cobija a la gente afectada, aún cuando el recinto ostenta las cicatrices del desamparo y la indiferencia oficial. Quizá es el momento para que el  “pueblo” (o por lo menos las más de 300 personas que se encuentran  allí) entre en contacto con la realidad de los museos y descubra que estos padecen las mismas penurias que cualquier vecindario popular. Será ocasión para que el “pueblo” sepa que el sitio que le fue  asignado como refugio se está convirtiendo en una ruina; que allí hay goteras y hace calor. Si, el “pueblo” debe saber  que los trabajadores del museo temen que este sea cerrado cualquier día con la excusa de que tienen dificultades con su planta física. El “pueblo” debe saber que los empleados del  museo tienen  salarios paupérrimos;  que en 2009, “cuando el museo pasaba  el período más oscuro y precario de su historia”, algunos trabajadores tuvieron que sacar dinero de sus propios bolsillos para llevar a cabo el proyecto expositivo “Visiones urbanas” porque la Fundación de Museos Nacionales alegaba no tener recursos para la programación. El “pueblo” debe saber que los programas de adquisición de obras están paralizados desde hace varios años. El “pueblo” debe saber que mientras los damnificados son atendidos en la institución con la mayor dedicación, hay quien sostiene que los museos están de “espaldas al país” por lo cual son “ajenos al pueblo venezolano”.

Finalmente, los más de 300 damnificados que se encuentran en el Museo Alejandro Otero deben saber que antes de que allí ingresaran colchones y literas para socorrer a los afectados por las lluvias, ya la institución había acogido algunos de los problemas que apremian a un amplio sector de la sociedad venezolana. Baste señalar la  muestra individual “Módulo Cerro Grande” (2005) de Juan Carlos Rodríguez, quien planteó un diálogo entre el espacio museal y el ámbito público, a partir de un dispositivo museográfico que fue colocado en una cancha deportiva de la Parroquia El Valle y luego retornado al lugar de exhibición junto al registro del proceso. El panel tenía una frase de Alejandro Otero que buscaba la sintonía del mundo simbólico y la realidad: “El arte es trascendente porque es vía de penetración hacia lo irrevelado”.  Al propio Rodríguez corresponden otras dos obras relacionadas con las comunidades más vulnerables y  las cuales también fueron expuestas en el museo. Ellas son  La costumbre del dolor o la herencia del petróleo (1997) en torno a las dificultades en el suministro de agua y la Niños de la calle (1999), en torno al problema de los menores en situación de abandono. 

Por cierto, esta vocación por lo público se ha manifestado en otras instituciones museales como el  Museo Jacobo Borges – afectado por daños severos en su planta física y hoy condenado a una situación de indefinición debido a que fue transferido de la FMN a la UNEARTE sin que los términos de su nueva condición hayan sido esclarecidos. Allí, tuvieron lugar las exposiciones “Caballo de Troya” (1997) sobre el significado del desaparecido Retén de Catia,  “Vargas: metáfora de la ausencia” (2000) en torno al deslave ocurrido en el litoral de la Guaira en 1999 y “Cartas del Bario” (2007) enfocado la labor de los Comité  de Tierras Urbanas y la comunidad de Catia a propósito del problema de la vivienda.

Estos ejemplos demuestran que los museos venezolanos si han tratado con la gente y sus circunstancias, aún frente al desprecio de sus detractores internos y externos. Sin embargo, conviene señalar que esta labor se ha hecho desde la lógica patrimonial que le compete, utilizando los medios discursivos y simbólicos a su alcance, sin confundir el rol de acompañamiento con la demagogia asistencialista.

Caracas, 15 de diciembre de 2010

Imágenes de referencia:
Izquierda: Juan Carlos Rodríguez. La costumbre del dolor o la herencia del petróleo. Exposición “Re-ready made”. Museo Alejandro Otero, Caracas, 1997
Derecha: Damnificados en el Museo Alejandro Otero. Caracas, diciembre de 2010. Fuente: http://confarruco.blogspot.com/

viernes, 18 de junio de 2010

Imágenes, conceptos, contextos[1]












La imagen es un objeto de deseo, el deseo de una significación que se sabe ausente”[2]
Douglas Crimp. Imágenes. Revista October 8, 1979

I

Nada que ver

En la era de la televisión, la publicidad y la propaganda pareciera que las imágenes y los conceptos ocupan una posición antitética. De un lado, las imágenes tienden a neutralizar o anestesiar el significado profundo de los acontecimientos, haciendo de ellos un evento espectacular. Del otro, los conceptos parecen tornarse cada vez menos legibles, sobre todo para esa multitud de usuarios ávidos de explicaciones simples y soluciones sencillas que les permitan manejar sus vidas con un mínimo de información, tal como la que ofrecen las guías rápidas para el uso de objetos de consumo. Pero, ¿significa esto que las imágenes están vaciadas de conceptos? Algunos estarían dispuestos a admitir esta carencia y hasta reconocer en esta el origen de muchos de los males del mundo. En tal caso, esa vacuidad significativa sugiere una estrategia de ocultamiento deliberado que se orienta a un fin específico y que, por tanto, no está exento de conceptualización.

Más allá de las consideraciones éticas e ideológicas que pesan sobre este asunto, las imágenes y los conceptos ¿cómo evitarlo? están sujetas las unas y los otros, incluso cuando parecen actuar de manera hostil. Recuérdese si no aquella máxima crucial a la que arribó Joseph Kosuth, uno de los ideólogos más radicales del conceptualismo lingüístico, cuando afirmó que el texto era la imagen, estableciendo una relación de ambigüedad entre lo legible y lo visible.

A partir de allí podríamos decir que una imagen es ya, desde el propio lugar de su configuración y uso, un concepto y que este presupone unas resonancias que exceden los límites lingüísticos de una definición. Esto quiere decir que las imágenes y los conceptos sólo son inteligibles en los contextos de producción y recepción en los cuales circulan. Entonces ¿Por qué suponer que el arte está bajo amenaza cuando los conceptos se erigen en el aspecto central de la obra o cuando, por el contrario, las imágenes intentan suprimir cualquier comentario extra-artístico? Nuestra hipótesis de trabajo es la siguiente: no es el arte el que está bajo amenaza sino el campo institucional que lo representa, pues de lo que se trata es de la mayor o menor visibilidad de las formas de legitimación y auto legitimación artísticas que están vigentes.

Evidentemente, cada vez es más difícil trabajar con prácticas creativas no icónicas, anti-objetuales o efímeras, cuya consistencia contraviene conscientemente la lógica expositiva y los rigores del coleccionismo. A veces no hay “nada que ver” o lo que se ofrece para tal fin sólo es descifrable luego de un fatigoso esfuerzo de decodificación, haciendo altamente dificultosos los procesos de circulación, exégesis y valoración de la obra. A consecuencia de esto, abundan los excesos explicativos a tal punto que la obra depende más del soporte semántico que de sus cualidades sensibles, llegando a ser la pálida (y en ocasiones intrincada) ilustración de una teoría. Desde nuestro punto de vista, sin embargo, nada de esto está directamente relacionado con el arte, sino con la manera en que el artista asume las exigencias de lógica institucional, coartando o potenciando las cualidades perceptivas y conceptuales de la obra. Digamos que aquí se define la pertinencia o no de una obra, independientemente de las destrezas del autor, del soporte que le sirve de vehículo o del tema que animó su concepción.

Contenidismo vs. formalismo

Comencemos por revisar una opinión cada vez más corriente según la cual el exceso de “contenidismo” está asfixiando la fuerza evocativa y estética de las imágenes. La queja va expresamente dirigida hacia aquellas prácticas de creación que en los últimos tiempos se han agrupado dentro del paquete del llamado arte político y/o activista que registra historias de vida, luchas reivindicatorias en el terreno de los derechos humanos, denuncias antibélicas y campañas contra el mal uso de los recursos naturales, entre otras cuestiones. Todo esto y más, ha entrado en la agenda expositiva global, contando con la anuencia legitimadora de gerentes culturales, curadores, críticos y artistas, así como con el auspicio de corporaciones privadas y entidades públicas en todo el planeta. Tal consenso ha despertado suspicacias y cuestionamientos que señalan el peligro de “estatización banalizante” y “mitificación acrítica” que conducen a la neutralización política[3].

Otro aspecto no menos controversial es el que tiene que ver con la laxitud de los criterios empleados a la hora seleccionar, exhibir y valorar la pertinencia artística de muchos de estos planteamientos. Se dice que no hay una clara distinción entre la especificidad estética de los mismos y su propósito político, cuestión que no siempre es decisiva en la acción desplegada por los individuos o agrupaciones vinculados a estas prácticas, ni por los agentes e instituciones que los promueven. El asunto, claro está, no es sencillo, pues tampoco se perciben con simpatía las obras que centran su atención en los asuntos exclusivamente técnicos y formales.

La fuerte diatriba que tuvo lugar a principios del siglo XX entre las corrientes figurativas y las tendencias no icónicas o anti-retinianas, marcó una distinción preliminar (aunque duradera) entre las imágenes y los conceptos como si las unas y los otros fueran cosas distintas. Según algunos, las imágenes no muestran más que la apariencia exterior de un mundo ilusorio por lo cual dificultan el acceso a los conceptos que son, a fin de cuentas, la esencia de las cosas. Más adelante, a mediados del siglo XX, esta suposición adquirió un matiz algo más radical bajo el amparo de la filosofía del lenguaje y del pensamiento semiológico, permitiendo que las palabras ocuparan el lugar de las imágenes (y de las cosas). Así lo señaló Harold Rosenberg en “Arte y palabras” al indicar que una obra de arte era una suerte de centauro “mitad palabras, mitad materiales artísticos”[4].

Claro que el asunto era más sutil que la simple alternativa de identificar las palabras con los conceptos. En realidad, bajo esta cuestión estaba el modelo saussuriano acerca de la naturaleza del signo, cuya composición supone una oposición permanente e ineludible entre el significante y el significado. El arte conceptual y las corrientes subsidiarias de su programa pretendieron desde el principio la neutralización del significante o portador material (véanse denominaciones como las de arte no objetual, arte de idea, arte efímero, o arte proceso) y la potenciación exacerbada del significado. La otra opción, tal vez la más sofisticada de las estrategias que se derivan del minimalismo, fue la de “tratar los materiales como si fueran sentidos” (Rosenberg), planteando una identificación literal, tautológica, entre sus atributos físicos y los conceptos, de manera que un cubo de metal o un rectángulo de tierra en una galería o museo no expresan otra cosa que lo que ellos son en cuanto existencia material. Más allá de su presencia fenoménica no hay nada más, algo que también viene a cuento cuando percibimos imágenes con la presuntuosa aspiración de conseguirles un significado más allá de lo que ellas constituyen como representaciones. En estas, como en las proposiciones del minimalismo y el arte conceptual, la contradicción entre el significante y el significado es una latencia permanente de cuyo manejo depende afectividad comunicacional de muchas propuestas visuales en la contemporaneidad.

Al asumir o entender la obra como proposición de lenguaje, la lucha por el significado no sólo se plantea entre la realidad y la representación, sino entre la legitimidad de los códigos y la inteligibilidad de los enunciados, configurando una micropolítica del signo[5]. Ello significa que los conflictos estéticos siguen vigentes, aún en una atmósfera de distensión aparente, pues las imágenes (cuando las hay) y los conceptos (siempre que sean legibles) mantienen su fuerza desestabilizadora.

Paradójicamente, la pregunta por el concepto de una obra nos conduce casi indeclinablemente hacia la explicación de su significado, como si este estuviera en un lugar distinto del que la obra ocupa. En algunas obras visuales, sin embargo, el concepto es el contexto entendido simultáneamente como marco especulativo y como emplazamiento físico. Allí la obra potencia una serie de atributos estéticos y de contenido que le son propios, al tiempo que exterioriza aspectos latentes que corresponden a la historia y función del emplazamiento elegido (sea galería, museo, espacio urbano o ambiente natural). Allí el concepto no ostenta distinciones ni separaciones, porque su significado está unido al contexto que lo propicia

II

Video-contextos

Entre la vasta tipología en la que hoy pueden agruparse las obras videográficas -video-escultura, video-instalación, video-proyección, video-acción– y la diversidad de problemáticas a la que estas se adscriben, destaca una corriente que pone mayor énfasis en los contextos de producción y su incidencia en las prácticas de representación de la cultura contemporánea. Conjugan la acción, el documento y la situación; sobre todo las vinculadas a los debates públicos de mayor intensidad en nuestro tiempo. Mezclan todo –psicología comunitaria, activismo, pedagogía, arte, etc.- buscando incrementar el efecto crítico de sus planteamientos. Construyen sucesos que les permiten recodificar simbólicamente la interacción con sus contextos de recepción potenciales, ya sean institucionales, comunitarios o académicos. En tal sentido, aprecian la procesualidad de sus experiencias pero no desdeñan la fina elaboración discursiva de sus trabajos videográficos.

Entre las figuras que han cultivado esta vertiente se encuentran una serie de video-artistas norteamericanos, europeos y latinoamericanos que merecen ser comentados. Wolf Vostell en TV- Rebaño (1991) señala la influencia homogenizadora de la industria televisiva. Vito Acconci con Following piece (1969) utiliza el video como dispositivo de vigilancia, grabando imágenes de personas en las calles de Nueva York. En Semiotics of the kitchen (1975) Martha Rosler -“feminista en desarrollo” como ella misma se define- se ubica en la cocina - el lugar de la perfecta ama de casa según los medios de comunicación- mostrando y nombrando los objetos que allí se encuentran por orden alfabético. Juan Downey en Trans-américa (1976) propone una visión geo-cultural de las culturas mesoamericanas a partir de la convivencia in situ. Krzysztoff Wodiczko con sus video-proyecciones sobre edificios públicos fusiona imagen y memoria desde una perspectiva crítica que toca aspectos vinculados a la discriminación laboral, la violencia de género, o la guerra como lo ha hecho en Tijuana (2001), Krakow (1996) e Hiroshima (1999), entre otras ciudades del mundo. En Border Brujo (1990) y otros trabajos Guillermo Gómez Peña asume la geografía del borde, ubicándose en una zona fronteriza que no sólo tiene que ver con el territorio sino también con las culturas y saberes diferentes que se encuentran.

Todos los autores citados dan cuenta de una situación, entendida como “acontecimiento localizado” en un contexto específico. La mayoría de ellos proviene de una relación de intercambio con otras personas –sobrevivientes, víctimas, nativos- o del estudio de sus circunstancias. Igualmente, sus pretensiones van más allá del video como producto autónomo e intentan insertarse en una discusión más amplia sobre los asuntos de su interés.

El lugar diferido (ágora virtual)

Si los videos contextuales logran o postulan un espacio de visibilidad para aquello que ha sido silenciado y ocultado en la trama social por considerarse marginal o políticamente “incorrecto”, arrastran consigo la paradoja del diferimiento; es decir, la lejanía de cualquier fenómeno una vez que se transformado en lenguaje. Surge esa falta del propio lugar que se reclama o invoca porque se pierde esa condición de sitio que se solicita. Es decir, se conquista un espacio ubicuo, sin anclaje físico, sin gravitación, que habla de una contigüidad con su referente - con la situación “real”- que ya no es posible.

Y no es que la veracidad de aquello que se ha hecho visible haya sido vulnerada en su integridad testimonial sino que ha sido transferida conscientemente a otro contexto. El precio de esa pérdida del lugar evocado es proporcional al efecto concientizador que alcanzan estas imágenes en el ámbito del arte. Lo que sucede es que muchos de los conflictos y calamidades de la vida pública contemporánea no ocurren sólo en el plano empírico sino que atañen a los modelos de representación colectivos y, por tanto, están diseminados en el lenguaje. Quizá por ello los videos contextuales deben operar directamente sobre la matriz lingüística de la imagen y presupuestar sus posibilidades de recepción de cara a un destinatario que tampoco está en el lugar de los hechos que se reseñan. Es decir, estas propuestas deben combatir la distancia del espectador con el diferimiento de la imagen. Se forma así un ágora virtual, una situación que no está en ninguna parte, pero que permite acercar mundos distantes, espacios que comúnmente no se tocan.

Sólo en ese no lugar efímero que es la exposición y frente a la volátil presencia de un video que retoma las partes incómodas de aquella realidad que constantemente se esquiva, la atención del sujeto queda atrapada entre la fascinación y el desdén. En tal sentido, los videos contextuales pueden ocasionar un leve, aunque incisivo, corte de circuito en la rutina homogeneizante. En síntesis, estas propuestas no buscan ni la seducción ni el embelesamiento a que nos tienen acostumbrados las imágenes televisivas y cinematográficas. Tampoco aspiran a los refinamientos subliminales del video clip y la publicidad. Ni siquiera pretenden regodearse en el experimentalismo formal. Son, ni más ni menos, ejercicios de exploración del ámbito público, un ágora sustitutiva, virtual, para la catarsis colectiva.

Certidumbre y duelo de las imágenes

Las imágenes traen consigo una certeza dudosa, ambigua. Hay en ellas una doble constatación donde queda circunscrito lo que está allí y por estarlo ya ha dejado de ser. Temporalidad y espacio funcionan retroactivamente, mientras el referente ha quedado en alguna parte, en algún lugar que ya se ha vuelto inaccesible. En el video como en la fotografía la imagen permanece en ese limbo “amoroso o fúnebre” advertido por Roland Barthes en su Cámara lúcida[6]. Nada es porque ya ha sido, aún cuando la permanencia de las cosas queda adherida, fijada “laminarmente” al objetivo o a la pantalla sin poder distinguir claramente aquello que corresponde a la imagen de lo que pertenece al mundo. Allí se inaugura un ciclo en el que se suceden la aparición y la muerte, el deslumbramiento y la ceguera. Ver lo que acontece equivale a no ver los inevitables saltos de la imagen porque su continuidad depende de esa omisión, de ese unir lo que en realidad está fragmentado en una vertiginosa secuencia de vistas fijas.

Por eso, la presunta movilidad del referente y su ilusoria presencia ya han sido olvidadas. Hemos aprendido a convivir con los artificios, aún bajo la conciencia de su rol sustitutivo. Incluso le hemos asignado funciones muy encomiables como la de servir como documentos de lo existente o de evocaciones de un mundo posible. El lenguaje videográfico encarna esa figura del artificio como reemplazo de la pérdida (del referente, del mundo, de las certezas) y conciencia del duelo, para hacer de la ausencia una presencia verosímil.

Es decir, en cuanto documento de una experiencia acontecida la imagen videográfica arrastra una carga doble, ambivalente, donde se encuentran la certidumbre y el duelo. De manera que esa cercanía contextual, propia de algunas indagaciones audiovisuales, se proyecta literalmente sobre dos horizontes: el de procedencia y el actual; este último es siempre una remembranza postrera de otro mundo que nunca o muy pocas veces está al alcance del espectador.

Sólo hay un instante donde esta ambivalencia es temporalmente suprimida por la acción; es decir, por el hecho de que las imágenes son parte medular del acontecimiento que registran. En tal sentido, las imágenes video-contextuales lo que buscan es la visibilidad de aquello que, aún estando presente, no ha recibido atención. La trasgresión, entonces, consiste en estar ahí para dejar testimonio de lo que se supone no había existido nunca porque jamás fue visto o documentado. Ver la calle, percibir la mutua indiferencia que se manifiestan el arte y la vida pese a toda la retórica ampliada que los presenta a cada uno como prolongación del otro; observar que las nociones de género e identidad que manejamos pueden ser incompatibles y dramáticas; contemplar la depauperación material y simbólica de los espacios públicos –plazas, monumentos, edificios- a través del velo translúcido de su “empaquetamiento” ideológico; vislumbrar, en fin, maneras irónicas y poco ortodoxas de participar en la escena global a través de “extensiones” apócrifas (y no autorizadas) de productos expositivos concebidos por la industria cultural de occidente.

III

Territorios e imágenes: tres casos de estudio

En lo sucesivo analizaremos brevemente el significado de los contextos de producción y recepción en el video arte venezolano. Dicho enfoque asume la naturaleza conflictiva de la imagen desde el punto de vista perceptivo, discursivo e ideológico. Se trata de una micropolítica del signo a través de la cual se canalizan tensiones tales como presencia y diferimiento, temporalidad y trascendencia, ficción y documento. Todo eso ubicado en el marco contextual que trazan diversas genealogías de la contemporaneidad. Para ello se proponen tres casos de estudio donde la estructuración de la imagen videográfica, signada por oposiciones irreductibles, se mueve entre la certidumbre de lo visible y el duelo de su desaparición.

En 1978 Claudio Perna (Milán, Italia, 1938 – Holguín, Cuba, 1997) presentó la video instalación Rural y urbano, obra compuesta por dos proyectores simultáneos sobre una guayabera y un traje de caballero. Las películas se filmaron originalmente en Super 8 y los atuendos utilizados estaban colocados en ganchos por su parte posterior, como si dieran la espalda al espectador. Por esos años, los núcleos citadinos habían incorporado el flujo poblacional proveniente de los campos a consecuencia de las modificaciones socio económicas e industriales que generó la explotación petrolera. La propuesta de Perna intentó retener la incidencia de este fenómeno en la medida en que ello revelaba los síntomas del proceso de modernización iniciado décadas antes. Para entonces, la hegemonía de las corrientes constructivas y abstractas - su predilección por las formas abstractas y los ritmos dinámicos - parecía encarnar el más alto ideal estético del proyecto nacional, mientras las incursiones en la cultura vernácula parecían algo superado. La guayabera y el paltó –lo rural y lo urbano- constituían los signos de dos mundos irreconciliables, en coexistencia tensionada.

Varios años después, disipada la quimera desarrollista que fue incapaz de borrar la fractura generada por los contrastes económicos y sociales, la propuesta de Perna dominaba aún el panorama de las artes visuales venezolanas como un signo premonitorio[7], al menos para una serie de video creadores que han trabajado la compleja encrucijada donde se encuentran lo moderno y lo contemporáneo en su voluntad de trazar o retomar genealogías que legitimaran la pertinencia de sus búsquedas.

En ese marco, Magdalena Fernández (Caracas, 1964) -devota exploradora de las geometrías orgánicas- ha desarrollado una serie de animaciones abstractas que se estremecen con el pintoresco sonido de aves y anfibios tropicales. La presunta rigidez de las estructuras modernas cede y se quiebra ante las desviaciones espontáneas de la naturaleza. Su propuesta – recogida bajo el título de Superficies (Museo de Arte Contemporáneo, Caracas, 2006) - evita las alusiones literales, eximiendo a la imagen de cualquier referencia reconocible y limitándose apenas a la combinación de líneas y planos coloreados. Sin embargo, esa austeridad visual prefigura un paisaje latente, precodificado, que no se deja atrapar por la mirada. En ese sentido, la imagen funciona como extensión de un contexto que no es visible, a pesar de su pregnacia semiótica, lo que supone una velada afirmación territorial tras la cual se advierte la compleja tensión que mantiene el discurso moderno con el mundo natural.

Pero en esa danza de ocultamientos y emergencias donde la imagen videográfica establece un marco de visibilidad controlado siempre hay un margen para que los elementos contextuales participen, aunque sea por omisión, en el proceso de construcción del significado. En la serie de video celulares Seguridad, territorio, guayabo y población realizada durante el año 2007 por Juan Carlos Rodríguez (Caracas, 1967), el artista sustituye la presencia del paisaje por su propio rostro, recreando la áspera espontaneidad del llanero venezolano. Allí la sabana altoapureña es un no lugar fronterizo donde la violencia viene de muchos lados y se oculta con el silencio. En uno de esos trabajos –titulado Paisaje didáctico (2007)-, Rodríguez refiere la existencia de un “teatro de operaciones” ficticio, camuflado entre la apacible apariencia de una escena pastoral de factura popular. Describe la cruda realidad que se esconde tras los matorrales que sirven de trinchera y protección a los grupos guerrilleros y paramilitares que habitan la frontera colombo venezolana en las riberas del río Arauca. Sin embargo, lo sugerido es apenas una escena circunstancial, signada por el juego de intersticios que hay entre lo pictórico y la representación audiovisual. En piezas más recientes como Guajibiando (El anexo, 2008), el artista encarna nuevamente la figura del llanero pero sin la sabana que lo cobija para hablar del racismo criollo en el severo mundo de la pampa vernácula.

Aunque no han sido pocos los artistas cuyo trabajo ha sufrido los estremecimientos propios de semejantes circunstancias, las propuestas de Perna, Fernández y Rodríguez se desplazan entre dos horizontes: de un lado la exploración o rastreo de las estrategias discursivas de la tradición moderna en el presente y, del otro lado, la exhumación, confrontación y desmontaje crítico de esos modelos. Naturalmente, ambas estrategias expresan su soberanía sobre coordenadas simbólicas y territoriales que se reconfiguran constantemente. De allí surgen a cada momento cartografías inéditas e imaginarios contradictorios. Es decir, aquí no se trata solamente de imágenes y conceptos que orbitan en un marco de relativa autonomía sino de contextos discursivos e institucionales que condicionan la producción y circulación de los significados artísticos.

En estos casos, aquella escisión inicialmente sostenida por el proyecto moderno entre lo urbano y lo rural, no se ha disipado aún. Conductas y costumbres vernáculas parecen distantes de los modelos cosmopolitas de la urbe, mientras el campo del arte permanece autista, sumergido en sus propios rituales. Tres universos –el campo, la ciudad y el arte- cuyas órbitas no se tocan a pesar de su contigüidad espacio temporal. Sólo las imágenes dan cuenta de esa fractura que a veces se manifiesta tácitamente y otras se expresa con agudeza.

Lo que las imágenes quieren

Como ya se ha indicado, muchos problemas asociados a la imagen están relacionados con el contexto. El vacío, la ausencia de referentes, corroe cualquier tentativa de significación por lo cual toda imagen busca anclarse en su propia ecología para instaurar desde allí su sentido. En ocasiones, sin embargo, lo que falla es la correcta articulación de la estrategia discursiva y el lugar desde donde esta se proyecta. Entonces –se dice, se supone o se intuye- que esa anomalía es en realidad una ausencia de concepto.

Pero si aceptamos la obligatoria binareidad del signo (tal como la propuso Saussure) esta presunción resulta inexacta. La imagen-signo no puede existir sino como una dualidad, por demás necesaria, compuesta por un significante o portador material y un significado o concepto. La simplicidad de este argumento sirve para explicar que no existen imágenes sin concepto sino imágenes que funcionan o no funcionan. Así, lo que se presume como carencia conceptual es en realidad un defecto o incorrección discursiva, susceptible de ser ajustada si se evalúan adecuadamente las condiciones del contexto; es decir, si se correlaciona la imagen con la circunstancia de su uso. Esto es, ni más ni menos, lo que atiende la micropolítica del signo basada en la interacción de la imagen, el concepto y el contexto.

Dicho esto, el asunto que hoy preocupa a muchos creadores, especialistas y espectadores parece derivarse de la presuposición de que las imágenes pueden construírse genéricamente para que funcionen con independencia del lugar donde se presenten, siempre que este pueda reconocerse y delimitarse en el espacio jurisdiccional del arte (de la galería al museo, de las ferias de arte a las bienales). Quienes así piensan no reconocen las variaciones, accidentes y especificidades de los contextos de recepción, además de que tienen una confianza ilimitada en la autonomía del arte. Esa creencia está arraigada en casos tan diferentes y contradictorios como el formalismo y el contenidismo. Sin embargo, sin contexto no hay sentido o este se transforma en algo banal e insípido, incluso cuando la imagen parece estar resuelta de manera convincente o cuando esta perfila como un severo ejercicio crítico.

Finalmente, otro asunto que preocupa es la confusión entre la llamada carga conceptual de la imagen y la inflación verbalista que a veces la acompaña. Ya es tarde, sin embargo, para debatir sobre cuantas palabras son suficientes para argumentar una propuesta. La cuestión no reside en la mayor o menor profusión explicativa sino en la naturaleza específica de una obra, pues algunas existen como ideas o declaraciones y otras, simplemente, dependen de su facticidad y consistencia sensorial. Una vez más hay que preguntarse qué es lo que las imágenes quieren, qué es lo que estas esperan de quien las mira.

Caracas, enero-abril de 2008


Bibliografía:

Luces, cámara, acción (…) ¡corten! Videocreación: el cuerpo y sus fronteras. IVAM Centre Julio Gozález. Generalitat Valenciana. España: 1997

Encuentro sobre video. De la experimentación a la creación audiovisual. Imago 2000. Junta de Castilla y León. Centro de Fotografía Universidad de Salamanca. España: 2000

Martín, Sylvia. Videoarte. Taschen. Impreso en España: 2006
Alonso, Rodrigo. Performance, fotografía y video: la dialéctica entre el acto y el registro. En, “Arte y tecnología”. http://www.roalonso.net/ en línea: 2-06-07

Krauss, Rosalind. Video: The Aesthetics of Narcicism (1976). En, Battcock, Gregory (E). New artists video. A critical Antology. Printed in USA: 1978 pp. 43-64

Krauss, Rosalind. El inconsciente óptico. Mit Press: 1993

Rincon, Omar. Televisión, video y subjetividad. Grupo Editorial Norma. Bogotá: 2002
(Ver, Video arte pp. 102-111)

D´Amico. Margarita. Lo audiovisual en expansión. Monte Ávila Editores C.A. Caracas: 1971 (Ver, Glosario pp. 490-517)

Zunzunegui, Santos. El video. De la experimentación artística a la narración. En, Pensar la imagen. Ediciones Cátedra S.A.: 1989 pp. 217-236

Brito, María Eugenia. Video, literatura, escritura. Algunas aproximaciones. En, X Festival Franco/Chileno de video arte. Museo Nacional de Bellas Artes. Santiago de Chile: 1990 pp. 20-21

Libarca, Guillermo. Instalación video. En, X Festival Franco/Chileno de video arte. Museo Nacional de Bellas Artes. Santiago de Chile: 1990 pp. 22-23

Señales de video: aspectos de la video creación española de los últimos años. (Catálogo de exposición) Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Madrid: 11 de octubre al 4 de noviembre de 1995 (Ver, Textos y obras de Muntadas)

Video arte desde 1976 en la República Federal de Alemania. Una selección. Goethe Institute Munchem, 1986 (Ver, “Video de los años ochenta” por Wolfgang Preikschat pp. 13-18)

Notas:

[1] Conferencia impartida en el Coloquio Las imágenes del Concepto (Palacio Legislativo, Asunción, Paraguay, 2008). Imágenes de referencia: Claudio Perna, Magdalena Fernández, Juan Carlos Rodríguez
[2] Douglas Crimp. Imágenes (Revista October 8, 1979). En, Wallis, Brian (ed). Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación. Ediciones Akal S.A. 2001 p. 183

[3] Cfr. Longoni, Ana. La legitimación del arte político. Publicado en: Brumaria 9, Madrid, verano de 2005. Tomado de: http://www.micromuseo.org.pe/lecturaabordo/alongoni.html

[4] Rosemberg, Harold. Arte y palabras. En, Batcott, Gregori. La idea como arte. Documentos sobre el arte conceptual. Editorial Gustabo Gili. Barcelona: 1977 pp. 117-126

[5] La micropolítica del signo se propone como una aplicación semiótico visual de la “microfísica del poder” esbozada por Michel Foucault y la “micropolítica del deseo” sostenida por Félix Guattari.
[6] Cfr. Barthes, Roland. Cámara lúcida. Notas sobre la Fotografía. Ediciones Paidos S.A. 1998 p. 33

[7] Rural y urbano se presentó póstumamente en dos ocasiones más; la primera en el marco de la muestra “El casco de acero. Arte de instalación” (Espacios Unión, Caracas, 1998) y la segunda apropósito de la retrospectiva del artista “Claudio Perna. Arte Social” (Galería de Arte Nacional, Caracas, 2004)

Deseo y alteridad. Espacios, personajes y objetos en la fotografía venezolana actual [1]














Sujeto clivado y objeto del deseo

En una cultura donde el deseo arrastra consigo el grave estigma de constituir la fuente de las desgracias humanas, la represión de ese impulso funciona como medio de expiación de esa culpa, mientras que las tentativas de liberación se perciben como una amenaza al orden, a la razón e incluso a las virtudes ciudadanas. Gilles Deleuze y Félix Guattari en su relectura crítica del freudismo han observado con agudeza la implicación colectiva de esta situación, restituyendo la condición deseante del sujeto y reconociendo que nada hay de pecaminoso, insano o recriminable en estas pulsiones, pues son ellas las que propician la plenitud transformadora del sujeto social[2].

El deseo –según explica la Dra. Esther Díaz en un estudio sobre Gilles Deleuze – es una producción social que se “organiza mediante un juego de represiones y permisiones” [3]. Así, la circulación del deseo está codificada por el poder (cualquiera que sea este), dándole una representación para que se haga consciente. Es decir, el deseo no es un asunto del yo o del ego, sino una energía que se produce y reproduce colectivamente. Así mismo, el deseo tampoco se circunscribe directamente a la sexualidad que es, apenas, una de las formas en que se lo representa para facilitar el control y/o administración de los comportamientos. Frente a esto, Deleuze y Guattari proponen el esquizoanálisis con el propósito de, entre otras cosas, “sacar el deseo de la vida privada y devolverle su status nómade, huérfano, impersonal, transexual”[4].

Desde esta óptica, toda aspiración simbólica que intente o pretenda la puesta en vigencia del deseo (incluyendo las que se derivan del campo artístico) es también un vehículo crítico. Man Ray decía en 1934 que “el despertar del deseo es el primer paso hacia la participación y la experiencia”[5]. La rareza de sus imágenes – “restos olvidados de organismos vivos” – no estaba reñida con la excelencia técnica de sus fotografías, pero si con la pretendida objetividad de ese medio. De manera que la pulcritud y extrañeza de sus trabajos – esos que él llamaba “object of my affection” – se presentan como una declinación estilizada y subjetiva de lo real; es decir, como artificio en tanto que manifestación del deseo. Allí, en el deseo, se forman las bases de una “confiada fraternidad” entre los hombres. “¿Y qué mejor inspiración puede haber para la acción –se preguntaba Ray – que la confianza provocada por una experiencia lírica de ese deseo?”.

Ambientes, rostros y objetos cuya significación emerge en un espacio de simulación, a veces construido, en ocasiones preexistente, pero donde lo irreal y lo familiar están profundamente compenetrados con la lógica del artificio. Allí la imagen busca aquella “confiada fraternidad” con lo otro que se había roto en el momento de la escisión y del abandono. La fotografía debe restituir (acaso sería mejor decir invocar) la posibilidad de un reencuentro entre el sujeto clivado[6] y el objeto del deseo. Esto, naturalmente, no es algo que la imagen o que el individuo puedan hacer unilateralmente, pues tiene que ver con motivaciones, comportamientos y representaciones aceptadas socialmente. El fotógrafo apenas puede mostrar las pulsiones represivas, liberadoras o alienantes que circulan de manera espontánea o interesada en los lugares, las caras o los artefactos que el hombre comparte con sus semejantes.

Por ello, la fotografía es también el registro de circunstancias postergadas, ya sean espacios eludidos, otredades sin nombre o artefactos privados de utilidad. Muchas veces las contingencias de lo real parecen diluirse en un juego de simulaciones que trasciende el dato empírico e intentan la restitución del deseo como condición de posibilidad del sentido. Incluso cuando los lugares, rostros y objetos guardan una empatía (o analogía) inevitable con sus referentes, la imagen desborda su primigenia condición testimonial para convertirse en la proyección especular de una psique que invoca la alteridad e intenta su instauración para recuperar la unidad perdida. Así pues, el deseo no es más que una pulsión dinámica que busca su satisfacción en lo otro, en aquello que se presenta como una exterioridad anhelada, en aquello que aún siendo familiar es diferente (y a veces amenazante).

De esta manera, el hecho fotográfico es la consumación de un deseo, la captación compulsiva de un instante. Así, el fotógrafo va siempre tras el objeto de su obsesión que no es otro que aquello que tiene enfrente o aquello que ha visualizado en su mente, aún antes de hacer la foto. Quiebra así la frágil frontera que le impide fusionarse con lo otro, atrapar ese mundo dominado por la alteridad: la cara del modelo, la fachada inhóspita de un recinto trivial, la forma distorsionada e inerte de las cosas inútiles. Afortunadamente, la conquista del motivo que lo obsede siempre es fallida, efímera, pues la imagen en su fijeza lo obliga a reincidir una y otra vez en el intento. Así pues, la tentativa fotográfica supone la reanudación constante del deseo, incluso después que este parece satisfecho.

Dinámica de los géneros y obstrucción del deseo

A partir de lo expuesto, las siguientes reflexiones abordan las producciones fotográficas que en Venezuela tocan motivos arquetipales –espacios, personajes, objetos- comúnmente adscritos al imaginario moderno y contemporáneo, donde el deseo se presenta como un impulso manifiesto y no como un tema. En general, estas proposiciones sugieren una relación pendular, a veces desafiante, entre el deseo y la alteridad, entre lo público y lo privado, optando por la construcción de simulacros que refieren modelos de convivencia, atributos comportamentales o artilugios de seducción.

Hay, no obstante, una línea delgada que separa el deseo de la utopía, pues lo que estos creadores muestran no es la arcadia prometida, sino el angustioso desenlace de la quimera moderna. En estos casos, la pulsión deseante es presentada como sublimación de lo extraño, lo ajeno o lo distante. Y es que nada es más tentador y apetecible que aquello que está prohibido o sobre lo cual pesa un anatema incomprensible.

Aquí lo que parece definitorio no es la fidelidad de las imágenes o su contigüidad indexal con el referente, sino la revelación, el desenmascaramiento irónico de las convenciones iconográficas, perceptivas y discursivas que atan engañosamente la fotografía con lo real, incluso cuando esta parece abstenerse de cualquier impulso subjetivo.

Para comprender cómo funciona la pulsión deseante en estas fotografías hay que analizar los géneros del discurso –en el sentido propuesto por Tzvetan Todorov- en tanto que modelos de representación codificados[7]. El paisaje, el retrato y la naturaleza muerta actúan como marcos perceptivos, cuya gramática prefigura el ámbito y el destino de la función deseante para que la mirada se encuentre con el objeto de su apetencia. Aquí la soleada vereda que invita al descanso, allá la seductora carne de un rostro desconocido; en frente el elegante contorno de un objeto indescifrable.

El género –más que la imagen misma- es la sintaxis que organiza el deseo, que lo hace inteligible para los sentidos. Una vez allí, el ojo queda prisionero de las reglas que lo dirigen al destino anhelado. Sin embargo, la plenitud de este encuentro siempre queda trunca, atrapada en esa fenomenología exploratoria y definitivamente suspendida en la imposibilidad. El paisaje es en realidad una ruina simulada, la piel una alegoría del encierro y el objeto de apariencia orgánica resulta ser un mecanismo andrógino.

Así, ni el paisaje, ni el retrato, ni la naturaleza muerta cumplen con la convención que anuncian, pues no son más que artilugios representacionales para canalizar y controlar el deseo. En consecuencia, estas fotografías muestran el desenlace atroz de la pulsión deseante en la lógica de los géneros como metáforas del papel represivo de las codificaciones sociales.

En las series Fe, Honor y Belleza (1992) y Dystopia (1994-1995) de Aziz+Cucher nos confrontamos a la obstrucción del deseo, toda ves que tanto los sentidos como la genitalidad han sido suprimidas de los personajes retratados. Son sujetos a los cuales le ha sido borrada la posibilidad de cualquier contacto con el mundo. Incapaces de escuchar, ver, oler o paladear; restringida su condición sexual, están atrapados por la carne que los contiene; por la piel que los aísla del entorno. Esa idea se transforma en dispositivo andrógino en la serie Plasmorphica (1997), convirtiéndose en abstracción espacial en la serie Interiores (1998). Individuos, objetos y ambientes quedan cercados por una envoltura confortable y terrible que hace de la piel un muro infranqueable, una cáscara alienante.

Espacios: deseo sin sujeto
Caracas no es un paraíso, como tampoco lo son Maracaibo, Valencia o cualquier otra ciudad venezolana. La irracionalidad urbanística, los contrastes sociales y la violencia, colindan con las más fabulosas invenciones de la industria mediática: de las telenovelas al concurso Miss Venezuela, de la publicidad a la propaganda política. Así se juntan de manera casi perfecta el inframundo cotidiano y las fantasías de éxito. En medio de esa caótica profusión de aspiraciones y decepciones, las representaciones del deseo están asociadas con la fundación de lugares quiméricos de reminiscencia global y espacios protegidos del tráfico, la basura y el comercio informal. Nadie quiere confrontar la suciedad, la multitud y el ruido. Todos se refugian en la controversial seguridad del apartamento, en las imágenes relucientes que escupe la televisión privada en sus telenovelas y programas de variedades, o se sumergen en la seductora oferta de las franquicias y los centros comerciales para conseguir la satisfacción de sus anhelos, aunque no obtengan más que una retribución genérica y efímera: fast food, cine, antibióticos, electrodomésticos, zapatos, medicamentos, muebles, relaciones sin compromiso y todo lo demás que ya no puede ofrecer la ciudad disfuncional y opresiva de la que poco a poco han sido expulsados.

Las fotografías de Luis Molina Patín, Alexander Apóstol y Maggy Navarro refieren arquitecturas e interiores sin presencia humana, vacías de subjetividad que desembocan en simulacros. Hay poca diferencia entre una escenografía televisiva, una fachada corporativa y la apariencia exterior de los edificios de vivienda. Molina Patín (El apartamento de Osmel, 2000) muestra los indicios de irrealidad que sostienen el mundo escénico, Apóstol (Residente pulido, 2001) altera, reforma, pule los exteriores de edificaciones maltrechas por la falta de mantenimiento. Navarro (Paraísos artificiales, 2006-2007) descubre la reiteración de un “no lugar” anodino pero omnipresente, destinado al expendio de medicamentos bajo la doctrina global de las franquicias farmacéuticas. En los tres casos, la ausencia prevalece, lo humano se abstiene y el deseo queda imposibilitado, sin sujeto, mientras la alteridad se impone.

Personajes: la sombra del deseo

Ser el otro o verse como su sombra; fundirse con ese incorregible artificio que presenta la alteridad como algo propio. Es decir, no se trata sólo de ver, imaginar o retratar la cara del otro –un músico de hip hop, una flamante Miss Venezuela, una transexual o una estrella porno - sino de simular, adoptar, recrear las convenciones perceptivas a partir de las cuales se construyen esas imágenes, ya sea el retrato de estudio, la fotografía erótica o el registro anónimo. No sólo son retratos sino estrategias de retratar y por tanto, formas de ver previamente codificadas que se hacen legibles según su contexto.

En realidad, el “oscuro” objeto del deseo que manejan estos artistas no tiene que ver con ser el otro (pues de alguna manera ya lo son) sino de adoptar la óptica discursiva que hace posible la imagen del otro. De hecho, no es lo mismo ser otro, que desear estar en el lugar de quienes configuran esa otra humanidad…

Aziz + Cucher han hecho de la piel un lugar de clausura, un contenedor hermético y privado de los sentidos dentro del cual no parece haber ningún indicio de subjetividad o individuación. Sus retratos muestran los rostros de todo el mundo y de nadie en particular. Entre tanto, Argelia Bravo retoma la piel como índice en su Mapa de la violencia como identidad, propuesta inscrita en el marco de una indagación sobre la comunidad transgénero de Venezuela centrada en las huellas del maltrato físico.

Beto Gutiérrez en El verdadero rostro de los ángeles (2006) capta el gesto empinado y desdeñoso de un conjunto de jóvenes, cuya faz queda encuadrada en una serie de marcos grafiteados en plantilla, aludiendo a su condición callejera y a su deseo manifiesto de hacerse respetar, cosa que representa uno de los atributos principales de un pandillero. Por su parte, Débora Castillo con sus fotografías de calendario (Coleccionables, 2003 / Fantasías I, 2003) desafía la mirada dominadora del macho a través de un sistema de representación popular que se desplaza entre el erotismo y la pornografía.

La Serie B (1995) de Mauricio Lupini toca la idea del cuerpo como objeto de diseño, como identidad seriada y homogénea que atrapa la pulsión deseante para conducirla hacia o encarnarla en los rostros de goma de la Barby y su amigo Kent. Menos candorosas son las fotografías de las reinas de belleza realizadas por Fran Beaufrand (90 60 90, 2000), desprovistas del portentoso glamour que se supone las distingue. En este caso, el fotógrafo desenfoca voluntariamente las siluetas y las caras de sus modelos, despojándolas de la seductora indumentaria con que suelen recorrer las pasarelas. Beaufrand y Lupini actúan directamente sobre las estrategias de representación para mostrar la imagen desauratizada del cuerpo construido y expuesto a la persecución del deseo.

Objetos: deseo y obsolescencia

Todo el mundo desea cosas - lavadoras, celulares, televisores, secadores de pelo, computadoras, yates, automóviles, armas, etc- . En la serie Armas caseras y objetos de escape (1997) Sara Maneiro construye dispositivos híbridos con los vestigios de esos artefactos (secadores de pelo, taladros, etc.), convirtiéndolos a su vez, en otros objetos de deseo. En algunos trabajos de la serie Souvenirs. Cartografía en proceso (2005-2007), facturada por la misma artista, esa pulsión encuentra un contexto propiciatorio, directamente asociado con la conflictiva urbanidad metropolitana, donde las armas “crecen”, cual la grama punzante bajo las flamantes palmeras del trópico. La dupla Aziz + Cucher mantiene su sintonía con las representaciones corporales, extendiéndolas al mundo objetual en la serie Plasmorphica (1997). En esta, los artefactos se visten con la carne humana, adoptando su tersura epidérmica para reaparecer como máquinas dotadas de una siniestra sensualidad. Por su parte, Molina Patín en la serie Nuevos paisajes (2001), redescubre esa otra naturaleza que se inscribe bucólicamente en las cajas de fósforo, los spraids, los yesqueros, las tarjetas de crédito y otros artículos de uso doméstico o cotidiano. Todos esos objetos nos hablan de una pulsión que se consume en su propia obsolescencia; un deseo leve y efímero pero insaciable que se reproduce vertiginosamente.

Entre la imagen y el código, entre la indiferencia y el documento

En las fotografías comentadas el objeto del deseo siempre se dirije a otra parte, está en otro rostro o se encuentra en otra cosa, pues su destino es la alteridad. Sin embargo, estos trabajos no responden a un impulso evasivo, sino que persiguen la captación razonada de las añoranzas vernáculas, fuertemente asociadas con los ideales de progreso, consumo, éxito y confort. Frente a esto, el deseo queda interrumpido, escamoteado, imposibilitado de encontrar su satisfacción en la imagen que supuestamente lo representa. Algo irreal –un giro siniestro, un detalle revelador, un desliz irónico- impide que la mirada insatisfecha pueda saciar sus ganas. De pronto, hay una alteración o una ligera discrepacia entre lo deseado y aquello que lo representa. Ese conflicto entre imagen y código tiene un efecto crítico que ensancha el territorio de lo visible más allá de las apariencias y, al mismo tiempo, deja ver la sintaxis que organiza y controla la circulación social del deseo.

Podría decirse que cada fotografía es en realidad un deseo “revelado”, la impronta fija de un impulso fallido. Pero no hay que confundirse: en los trabajos analizados “… el deseo –tal como sugiere una balada popular- no es amor sincero”[8]. Es apenas un anhelo reglamentado desde afuera que se confronta tensamente con las estrategias de codificación que lo controlan. Por eso la alteridad que lo atrae no es exactamente el ideal o modelo al que se aspira, sino un detonante crítico.

Lo que intriga en estas propuestas es su aparente neutralidad que se expresa como un balanceo entre la indiferencia y el documento, como si el fotógrafo hubiera cortado o suspendido cualquier nexo subjetivo con el referente. No importa si la imagen se tomó en el estudio o si fue captada en la calle, tampoco es relevante si el registro es directo o si se produjo a partir de alguna manipulación (tanto digital como del negativo). Lo que domina en casi todos los casos es esa tensa fijeza, esa simetría de apariencia inverosímil, esa sensación de plenitud inconclusa. Lo que se muestra, en fin, es la trayectoria del deseo tras su objeto, la búsqueda de aquella “confiada fraternidad” con lo otro de la que hablaba Man Ray en La edad de la Luz.

Caracas, septiembre de 2007




[1] Conferencia impartida en el Ciclo Teórico desarrollado en el marco del evento Fotográfica Bogotá. Teatro José Eliécer Gaitán, Bogotá, 9 de octubre de 2007. Imágenes de referencia: Aziz+ Cucher, Fran Beaufrad y Luis Molina-Pantin
[2] Cfr. Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. El Anti.Edipo. Capitalismo y Esquizofrenia. Ediciones Paidos, Barcelona, 1973
[3] Cfr. Díaz, Esther. Gilles Deleuze. Postcapitalismo y deseo. Revista Observaciones Filosóficas. http://observaciones.sitesled.com/ 05 de agosto de 2007
[4] Idem
[5] Cfr. Ray, Man. The age of light. Nueva York, 1934. Versión en castellano: La edad de la luz. Editorial Gustavo Gili S.A. Barcelona, 1980
[6] En la teoría lacaniana el momento del clivaje refiere la función separadora del padre, respecto al deseo de la madre, imponiendo un orden simbólico para el individuo que desde entonces queda escindido
[7] “La lógica interna de los géneros es absoluta, implacable, pero la elección de un género en particular es completamente libre”. Cfr. Todorov, Tzvetan. Los géneros del discurso. Monte Ávila Editores Latinoamericana S.A., Caracas, 1991, p. 39
[8] La letra corresponde al tema musical “Dos cosas”, interpretado por el quinteto argentino Guardianes del amor