lunes, 13 de abril de 2009

Políticas de la imagen: entre el testimonio y la deconstrucción crítica (notas)*


“La política en el arte, como en la vida, se infiltra en cientos de maneras, muchas veces tan sutiles que no son perceptibles”[1]

“... la vida cotidiana, pero también la locura, el lenguaje, los media, al igual que el deseo, se vuelven políticos a medida que entran en la esfera de la liberación y de los procesos colectivos de masa”
[2]

Ya desde la introducción de la fotografía en Venezuela, esta ha acompañado los grandes acontecimientos de la vida política del país, contribuyendo a la configuración de una vasta iconografía del poder y sus adversarios, entre las que destacan ceremonias públicas, personajes celebres, contiendas cívicas, levantamientos militares, manifestaciones y campañas electorales. En este sentido, son emblamáticos aquellos registros que han inmortalizado eventos relevantes a lo largo del siglo XX y los primeros años de la presente centuria: los rostros candorosos y combativos de la generación del 28, la intensa jornada del 23 de enero de 1958 cuando civiles y militares se volcaron a las calles para festejar la caída del perezjimenismo, la piadosa y cruenta imagen de un soldado moribundo en los brazos de un cura durante el levantamiento de Puerto Cabello en 1962, la revuelta popular del 27 de febrero de 1989, la insurrección militar del 4 de febrero de 1992 o los complejos sucesos del 11 de abril de 2002.

En estos casos, como en la sentencia lezamiana, la imagen fotográfica tiene una fuerte penetración en la causalidad histórica, porque aquella nace de esa “hirviente polarización” en la que se enfrentan la “ausencia de diversidad” y la “hybris”. En esa tensión –anota el autor de Paradiso- la imagen se presenta como un acontecer “actuante” que rechina en las arenas del tiempo.
Sin embargo, no es lo mismo la fotografía como testimonio del acontecer político que la fotografía como un lenguaje políticamente estructurado. Ya en la pura dimensión perceptiva hay un sesgo político, aún más recóndito y sugerente, que opera en el plano de las jerarquizaciones sígnicas, la manera de encuadrar y el lugar desde el cual se realiza el registro. Igualmente las relaciones de dominación, servidumbre o exclusión políticas se advierten en la elección de un medio o género y sus conexiones manifiestas con otras disciplinas.

Más allá de lo que queda inmóvil en la imagen, la fotografía devela posicionamientos ocultos y relaciones estratificadas que hablan ya de una política de la imagen. El ojo mecánico o electrónico de la cámara se adecua a las modulaciones nada inocentes de la mirada precedente y a veces inadvertida del sujeto que lo orienta. Al transitar de la psicología de la percepción a la sociología de la producción y recepción estéticas, la fotografía también registra (o subvierte) los patrones de autoridad vigentes pues la retención de un motivo cualquiera (una naturaleza muerta, un paisaje urbano, un retrato) sobre un soporte sensible, implica el ejercicio de un poder -el de la mirada- o, por el contrario, la posibilidad de su deconstrución crítica.

Ello supone emplazamientos tácticos de la imagen en su respectiva coyuntura que permiten una visibilidad “infrasígnica” (o tal vez subliminal) para contrarrestar el efecto espectacular y aletargante de la cultura mediática. Tras esa opacidad aparente, opuesta a la hipervisibilidad de un mundo dominado por el simulacro, hay una torcedura inquietante que interroga las operaciones de enlace entre la fotografía y la sociedad. Como observa Nelly Richard, lo político se presenta entonces como el producto de una contextualidad discursiva que es escrutada más allá de lo evidente[3].

Soslayando la elocuencia descriptiva de la fotografía documental en el país, lo mismo en su versión periodística que en la artística, algunos creadores han experimentado con soluciones alternas, tanto a nivel de los medios como desde la manera de encarar las tensiones simbólicas acaecidas en el espacio social. Por ejemplo Claudio Perna a través de sus foto-informes y del registro oblicuo de las campañas electorales mantiene una postura escrutadora frente a la espectacularidad del discurso político, sobre todo en los casos donde combina la imagen y el texto o cuando sustituye el proceso fotográfico por la inmediatez de la fotocopia o, finalmente, en las oportunidades en que delega su autoridad en ejecutantes anónimos. Por su parte, Daniela Chappard fusiona la idea del cuerpo y el tricolor nacional en algunos de sus trabajos de fines de los ochenta y principios de los noventa, desmontando la solemnidad desdeñosa de los símbolos patrios, al tiempo que los maneja como parte de la escenografía vernácula. Enmarcada en esa búsqueda incisiva que emplea los resortes críticos y la carga ideológica de la imagen se encuentra una serie de fotografías de Miguel Amat, quien se centra en los “dispositivos de promesa venezolanos” (2003), adentrándose en los intersticios iconográficos de la utopía modernizadora.

Al distinguir la fotografía que juega políticamente con los significados de aquella de carácter testimonial, no se intenta o pretende demostrar que una de estas orientaciones es más efectiva que la otra, sino indicar los distintos niveles o maneras en que estas pueden manifestarse de cara al mundo social En realidad, lo político no es algo de lo cual el fotógrafo se pueda distanciar o alcanzar (aunque se postule imparcial o comprometido) porque no es nada exterior sino parte de la manera como se configura el significado de la imagen.

Caracas, mayo de 2005
*Publicado en: Extra Cámara. Revista de Fotografía. Nº 27, 1-2006 pp.. 75-76


[1] Helguera, Pablo. Arte contemporáneo y educación política. En, Revista Curare. México, Julio/diciembre de 2003. N° 22. P. 23
[2] Baudrillard, Jean. La Transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos. Anagrama, S.A. Barcelona, 1995 P. 15
[3] Richard, Nelly. Intervención en el II Coloquio sobre Arte Latinoamericano. Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina, noviembre de 2004

Arte, ética y visibilidad (nota)*


Ética sin compasión

A menudo quienes defienden con más fiereza la supuesta “naturaleza del arte” son los que más reclaman para este un propósito ético. Olvidan que el arte, si en verdad tiene una “naturaleza” entonces no puede tener más ética que una semilla cuando germina o la de un depredador cuando desgarra su almuerzo. El asunto, no se limita a una cuestión semántica, sino que desvirtúa el problema ético, más vinculado al aparato normativo que regula las relaciones e intercambios entre los miembros de una formación social que al desempeño espontáneo de las potencialidades creadoras. Una cosa es que el artista desee o se le exija un comportamiento ético frente al mundo y otra que sus obras deban plegarse a los designios ideales de un deber ser o de un canon conductual que necesariamente la conducirá a su aplacamiento creativo.

Antaño, la ética no era más que un medio para la consecución de una finalidad que regulaba la coincidencia o adecuación entre los comportamientos y los propósitos a los que estos se dirigían, ya fueran la felicidad (Platón), el beneficio colectivo (Comte), la propia conservación (Hobbes), la voluntad de dominio (Nietzsche) o el estado (Hegel). Incluso el arte debía supeditarse a alguna de estas finalidades que en su conjunto expresaban el máximo “bien” y, por tanto, el código conductual que el artista debía seguir. Lo cierto es que aún siguiendo la ortodoxia de estos criterios el artista estaba bajo sospecha y sus obras debían ser examinadas y corregidas, bajo el supuesto de que lo “bello” debe tender siempre a una finalidad superior. Todo esto se tornó insostenible, en la medida en que esas grandes aspiraciones entraron en crisis y fueron emergiendo nuevos comportamientos a la escena pública. Lo sospechoso hoy no es un arte que rompe esquemas y desafía normas –en la actualidad todo el mundo hace esto-; lo que genera suspicacia es una agenda ética que ya no encuentra una finalidad que la justifique o que constantemente traiciona sus argumentos.

El arte no debe ser ético ni dejar de serlo, pues respecto a esta materia lo pertinente es mostrar los límites de la ética; sobre todo, cuando la beatitud y el buen juicio se convierten en un estorbo o en un pretexto para atajar la inteligencia. En este caso, hay que separar lo bueno de lo estético; de manera que lo conveniente o lo adecuado no represente una atadura para el arte o le exija su sometimiento.

Penumbra

Compadecerse o expresar solidaridad ante las aflicciones corporales, psíquicas o materiales de algún semejante constituye uno de los atributos distintivos de la ética judeocristiana, para la cual las buenas acciones tienen también una dimensión estética. En la Crítica de la razón práctica, texto fundado en el hecho absoluto de la ley moral, Inmanuel Kant afirmaba que: “Es muy hermoso hacer el bien a los hombres por amor a ello y por buena voluntad (…)”[1]. Nótese la relación de identidad entre “lo bueno” y “lo hermoso”, idea que reaparece formulada en los Elementos de filosofía (1912) de José Gregorio Hernández cuando sentencia que: “El perdón de las injurias, las obras de caridad son de una gran belleza moral”[2].

Semejante concepción pertenece a una época donde la pobreza o la enfermedad eran compensadas con la misericordia pública, conductas que no apuntaban, pese a su buena intención, hacia redención del Otro. No quedaba más que la resignación como se infiere en una escena pintada en 1888 por Arturo Michelena bajo el título de La Caridad. Una mujer postrada, extremadamente humilde, espera por la llegada de una dama dadivosa, mientras su hijo busca algo de comer en una cesta vacía. La escena, más que realista es didáctica, proponiendo la solidaridad humana como alternativa ética y dejando de lado las condiciones de producción que propician la pobreza. En tal sentido, el cuadro es elocuente y satisfactorio pues exalta lo emotivo, sin sugerir algún móvil más allá de lo personal.

Algo similar sucede con La miseria, óleo realizado en 1886 por Cristóbal Rojas y galardonado con una Mención de Honor en el Salón de Artistas Franceses de ese año. Esta vez, nadie viene a socorrer a la mujer enferma, excepto un humilde caballero, presumiblemente un familiar, sentado junto a su lecho con la mirada clavada en el suelo. Tanto en la escena de Rojas como en la de Michelena los protagonistas están sumergidos en una penumbra que los hace casi invisibles, fuera de la mirada pública. Y aquello que no se ve, es como si no existiera.

Ahora bien, para evitar los riesgos del reduccionismo no hay que perder de vista que Michelena y Rojas, formados en el magisterio de la Academia Julian, acomodaron sus obras a la gramática visual de los salones de arte parisinos del último cuarto del siglo XIX, sensibilizada con los temas sociales, siempre que estos fueran tratados con cierto dramatismo y una buena dosis de excelencia académica. Entonces, nada mejor que los ambientes sombríos para exacerbar las emociones y conmover a los espectadores en un entorno estético de mucha competitividad.

Revelaciones

Uno de los grandes fracasos éticos del arte de vanguardia fue suponer que el artista era un redentor ejemplar que podía hablar en nombre de los pobres, los enfermos y los humildes, sin aceptar sus propias limitaciones y contradicciones. Esa es la cuestión que encara Juan Carlos Rodríguez (Caracas, 1967) en la instalación Una lectura desde la distancia presentada en el marco de la muestra “Niños de la calle” (Museo Jacobo Borges, Caracas, 1999). A diferencia de los demás participantes en el proyecto, Rodríguez no entrevistó infantes sin hogar, no tomó fotografías de sus rostros, ni tampoco trajo al museo algún harapo que diera cuenta de la existencia de estos pequeños marginales. En vez de esto, trasladó al recinto museístico los zapatos, las ropas y los dibujos de sus tres hijos. En principio, Rodríguez adoptó la distancia real y simbólica que lo separaba del fenómeno en cuestión, planteándose una introspección crítica basada en su propia situación y la del espacio expositivo. Desde su óptica, no se puede hablar del Otro desde la distancia, porque esto significa falsear su imagen y estetizar su tragedia. De esta manera el artista traslada el énfasis de su propuesta de la representación a la reflexión epistemológica, pues no busca la compasión del espectador sino la formulación de una serie de interrogantes.

Aprovechando las fisuras del aparato normativo vigente, Santiago Sierra (Madrid, 1966) registra acciones donde los participantes –emigrantes, pordioseros, etc. - son contratados para ejecutar acciones denigrantes o aparentemente absurdas que no sólo revelan su precaria condición, sino que, en primer lugar, manifiestan la hipocresía de las políticas migratorias, raciales y sexuales que rigen en las naciones de occidente. Colocarse en una fila atendiendo al color de la piel, dejarse tatuar en la espalda una línea que continúa al dorso de otros cuerpos, masturbarse frente a una cámara de video, sostener una pared inclinada por el simple hecho de alguien nos está pagando; todo ello representa, ni más ni menos, el desmoronamiento de una serie de valores humanos que son constantemente violados por la misma colectividad que se actúa como garante de los mismos. Sin embargo, cuando esto ocurre, es el artista (y no su entorno) el que es atacado y cuestionado por realizar o promover acciones que atentan contra la urbanidad o, simplemente, por aprovecharse de la miseria del Otro, aún cuando la causa estructural de estas situaciones tiene un origen social. No se trata de un artista sádico que obliga a la gente a hacer tareas repulsivas; se trata de un contexto que no tolera el fracaso de su ideal y, por tanto, se resiste a confrontarlo. Los que así fustigan estas proposiciones preferirían que el artista se mostrara más compasivo con los pesares ajenos, como si el arte fuera un espacio para expiar la culpa y reconducirla a una dimensión inocua.

La propuesta de Sierra enfoca frontalmente el problema, provocando el rechazo, cuando no la incomodidad de los espectadores, pues moviliza el propio aparato de producción que permite contratar personas para realizar labores deleznables. Es aquí donde la ética encuentra su límite y el artista se transforma, sin proponérselo o a propósito, en un cínico consciente.

Llegado a este punto es importante recordar que la ética, más que relativa es situacional y siempre funciona de cara a un contexto. Para el caso que nos ocupa, muchas de estas acciones y/o experiencias raras veces rebasan el campo del arte, siendo los provocadores y los agraviados, miembros de una misma cofradía y devotos de un mismo ritual. Es por ello, que muchas de las tentativas de transgresión comienzan por estremecer las regulaciones y hábitos (perceptivos, conductuales, institucionales) del campo. En el caso de Sierra, cuyas fotografías y acciones suelen apreciarse en espacios de exhibición artísticos, esta situación adquiere una dimensión emblemática. Por ejemplo, 68 personas fueron contratadas para bloquear la entrada principal del Museo de Arte Contemporáneo de Pusan en Corea durante la inauguración de una exposición en el año 2000. El monto recibido por cada uno de ellos era dos veces superior al salario mínimo en Corea y tres veces mayor al que recibían los empleados de la institución. Ese mismo año, un muchacho de once años fue contratado para lustrar los zapatos de los asistentes a una exposición de fotografía (ACE Gallery México, DF, 2000) sin la aprobación de estos, tal como lo hacen decenas de chicos en el subterráneo de Ciudad México para ganarse una propina de su indiferente clientela. Ambos ejemplos, confrontan la asepsia institucional del arte con la inconsistencia laboral y la indiferencia pública. Entonces, ¿de cual ética estamos hablando? ¿la del artista que sin transgredir la norma devela sus contradicciones o la de la institución social que propicia o encubre la marginalización del Otro?

Visibilidad

Consciente de la efectividad simbólica del arte, Krzysztoff Wodiczko (Polonia, 1943) desarrolló a fines de los años ochenta un modelo de vehículo para los homeless en Nueva York. Más que suplir la necesidad de desplazamiento, almacenamiento y abrigo de estas personas, el dispositivo fue diseñado para hacer visible esta situación y combatir la indiferencia de los ciudadanos de la ciudad. Aunque simbólica, su estrategia resultó ser más efectiva que el modelo de albergues desarrollado por las autoridades newyorkinas, porque consistía en traer a la luz pública un problema comúnmente escamoteado o simplemente tipificado como síntoma de una patología. Éticamente hablando, hay una segunda razón que aclara la eficiencia semiótica de la propuesta, la cual tiene que ver con que el artista sometió su proyecto a los comentarios y recomendaciones de los propios homeless, dándole a estos la posibilidad de opinar como legítimos habitantes del entorno urbano, diferenciándose de la manera inconsulta en que son implementadas las políticas oficiales para combatir esta situación. El asunto, desde la óptica de Wodiczko no era llenar la ciudad de vehículos para homeless, algo económicamente poco viable para un artista, sino sugerir una forma de participación que les diera plena visibilidad como ciudadanos de la polis.

Un propósito similar rige el proyecto Alien Staff, destinado a la creación de una red de comunicación entre la población de inmigrantes, a partir del diseño de un dispositivo en forma de báculo. El mismo está dotado con una pequeña pantalla de video y un micrófono, a través del cual el sujeto nómada puede narrar su propia historia e intercambiar impresiones con los transeúntes que así lo deseen. El emigrante aparece como un pastor errante, despojado de su integridad ciudadana, que llama la atención sobre el serio problema ético que representa la xenofobia.

Comentario final

De los ejemplos precedentes se infieren tres regularidades que tipifican la manera en que se manifiesta la experiencia ética en el arte contemporáneo:

1.- El artista ya no habla en nombre de otro ni se coloca en el lugar de un mártir, sino que delega su autoridad para que los afectados narren sus historias en primera persona y recuperen la legitimidad que les ha sido negada por la indiferencia y la hipocresía social. Para ello, el artista incorpora herramientas de diagnóstico e intervención provenientes de otros saberes y formas de la actividad social, entre ellas el trabajo de campo, los relatos de vida y el activismo.

2.- El significado ético de los comportamientos artísticos se deriva de la situación en vez de estar sujetos a una finalidad ideal predeterminada normativamente. De esta manera, el bien y el mal no se manifiestan como un par antitético y predefinido, sino como consecuencia de una manera de obrar en un contexto específico ya sea artístico o público.

3.- La obra abandona los artificios dramáticos y el sentimentalismo, presentando una visión descarnada y controversial de los hechos para promover el debate y la reflexión.

En conclusión, lo que están proponiendo algunas prácticas de creación contemporáneas es sacar al Otro de la penumbra, devolverles su visibilidad, sin postular para ello una finalidad ejemplar que obligue al individuo a actuar de una manera o de otra, en nombre de un ideal que ni siquiera los ángeles o los santos pueden cumplir. Ese devolver la visibilidad del Otro, está profundamente vinculado a la situación en que se produce la experiencia, donde los móviles del comportamiento tienen una referencia axiológica específica. En consecuencia, no hay ética sin contexto porque es allí donde las sensibilidades se tensan y confrontan, donde los sujetos se reconocen en la complementariedad y en la diferencia, donde –en fin- el Otro se hace visible.

Caracas, septiembre de 2006
Resumen de charla impartida en el Museo de Bellas Artes de Caracas, septiembre de 2006. Publicado en: Desplegado. Boletín periódico de Artes Plásticas. Año 1, Nº 1. Universidad Experimental de las Artes, UNEARTE. Caracas, 2008. pp. 5 y 6


[1] Kant, Immanuel. Citado en: Gran Enciclopedia Larousse. Editorial Planeta, Barcelona, s.f.
[2] Hernández, José Gregorio. Elementos de filosofía. En, Sobre Arte y estética. Editorial La liebre libre, 1994, p. 20

Estética en movimiento*


Ciertamente el encabezado que precede estas líneas podría vincularse con los preceptos del arte futurista, los postulados de la Bauhaus, las obras móviles de Alexander Calder y los experimentos del arte cinético. De hecho, estas búsquedas abogan por un arte dinámico que propicie una relación más activa con el espectador. Para ello no sólo evocan plásticamente la idea de movimiento sino que también - y sobre todo- emplean diversas fuentes de energía, ya sea mecánica, eléctrica o natural, lo cual permite que las obras abandonen su inmutabilidad tradicional.

Sin embargo, la expresión “estética en movimiento” puede abarcar otras manifestaciones no-artísticas como la moda, los diseños y la publicidad. Tal como sucede en las artes visuales, estas disciplinas también explotan el potencial estético de las imágenes, con el propósito de atraer la atención de los consumidores. Dada esta premisa, en este comentario vamos a referirnos a ciertos objetos móviles cuya existencia y función no se definen de cara al arte. Se trata de los camiones, gandolas, autobuses y otros medios de transporte y carga que además de cumplir una función práctica se proyectan como emblemas visuales a lo largo de las autopistas y carreteras. Muchos de ellos, sirven de soporte publicitario; son adornados espontáneamente por sus propietarios o son portadores del sello corporativo al que pertenecen, contribuyendo así a la diseminación del lenguaje visual en el tejido urbano. Son como esculturas rodantes que exhiben sus volúmenes sin pudor ni ceremonia alguna. Están en todas partes, bufando monóxido de carbono, mientas se dirigen a su destino.

Entre tanto, la ciudad se yergue rígida sobre el mismo lugar surcada por calles, avenidas y callejones a través de los cuales circulan las imágenes. En realidad, nadie contempla un camión o un autobús como una obra de arte pues basta con identificar qué producto ofrece o a qué ruta pertenece. Sin embargo, la presencia avasallante de estos vehículos con sus grandes fotografías y letreros que modelan un panorama de gran dinamismo visual, una aspiración que por cierto también animó la mayoría de los experimentos de la vanguardia y particularmente de la tendencia futurista. Ya en 1909 Filippo Tomasso Marinetti había declarado que un automóvil de carreras es más hermoso que la Victoria de Samotracia, con lo cual no sólo establecía un paralelo inédito entre el arte y tecnología sino que afirmaba la supremacía estética de esta última.

Este planteamiento, también desarrollado por la Bauhaus, derivó en una ecuación que buscaba una relación de equilibrio entre lo útil y lo bello. A partir de entonces, los muebles, utensilios domésticos, edificios y, por supuesto, los medios de transporte adquirieron una apariencia cada vez más atractiva que, tácita o explícitamente, también actuaba como soporte del discurso publicitario. Obviamente, la promoción de la utilidad reclamaba del uso de colores, logotipos, letreros e imágenes en cuya confección empezaron a colaborar los publicistas y diseñadores.

De este modo los productos de la industria automotriz se transformaron en símbolos de distinción, “bellamente” concebidos, ganando incluso el estatus de objetos de colección. Un cadillac, una Harley Davison, un Ford o un Mercedes Benz, no sólo se distinguen por la potencia de sus máquinas, sino también por la elegancia de su estilo. En la actualidad, este énfasis en las cualidades estéticas del automóvil ha evolucionado hacia los volúmenes aerodinámicos y minimalistas, sin excluir aquellos modelos que mantienen o recrean los diseños tradicionales.

Pero más allá de su omnipresencia cotidiana, estas máquinas arrastran consigo el símbolo conflictivo, y a veces trágico, de una civilización en crisis. Este aspecto ha sido tematizado con cierta frecuencia en el ámbito artístico. A principios de los años sesenta Andy Warhol, el más conocido de los artistas vinculados al pop art, desarrolla la serie Desastres a partir de fotografías de accidentes automovilísticos cuyo impacto dramático es minimizado por el discurso publicitario. Paralelamente, el escultor neorrealista Cesar Baldacini realiza la serie Compresiones, la cual incorporaba piezas o carrocerías de automóviles prensados. Estas obras plantean un contrasentido que transforma la chatarra en monumento. House of cars 2 (1988) de Vito Acconci parte de un principio similar pero ofrece una solución más optimista. El autor construyó un minúsculo complejo habitacional de tres apartamentos utilizando la carrocería de seis automóviles. Por su parte, Dromos Indiana (Indiana State Museum, 1963) de Francesco Torres transforma un Ferrari del 63 colocado sobre cuarenta monitores de video en un símbolo que cuestiona la guerra y el poder.

En Venezuela, país que cuenta con una red vial de unos 61 000 km por la cual circula un gran volumen de vehículos automotores, también se registran algunas incursiones artísticas vinculadas a este tema. En 1971 William Stone, Ibrahim Nebreda y Sigfredo Chacón presentan El autobús (Ateneo de Caracas), una estructura destartalada y corroída por el fuego, concebida como espacio de relación intersubjetiva. En 1995 Juan Nascimento exhibe un BMW (II Salón Pirelli, Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber), el cual fue pintarrajeado por dos jóvenes como acción de protesta. A fines de 1998 Localsinlocal, proyecto liderizado por Carolina Tinoco, organiza el evento Formula 1 (Estación Modelo de Texaco, Chuao), partiendo del carro como objeto personal, acontecimiento tecnológico y emblema de la cultura del siglo XX. En 1999 “Deseos en la parada” ( IV Salón Pirelli, Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber) de Mónica Montañez, alegoriza los pintorescos diseños que cubren los vidrios del transporte urbano. Por esta misma fecha, Eugenio Espinoza interviene su Volkswagen con una tela cuadriculada y realiza una serie de acciones en algunas autopistas y calles de Caracas.

Naturalmente estos ejemplos trascienden la ingenuidad de las propuestas futuristas, más interesadas en la novedosa estética de las máquinas que en sus implicaciones simbólicas. Las obras y autores que hemos comentado dan cuenta de una ruptura con los lenguajes tradicionales al tiempo que arrastran una visión desencantada y crítica de la tecnología.

Entre tanto, las autopistas, calles y estacionamientos siguen atestadas de camiones, automóviles y gandolas provistos de las formas, tamaños y colores más disímiles. Nada los aparta de ese ir y venir. Sólo se detienen momentáneamente ante el semáforo para luego continuar su feroz carrera. Y es que la ciudad les pertenece.

Caracas, Septiembre de 2000
* Publicado en el Papel Literario, Diario El Nacional. Caracas, 2000