lunes, 13 de abril de 2009

Arte, ética y visibilidad (nota)*


Ética sin compasión

A menudo quienes defienden con más fiereza la supuesta “naturaleza del arte” son los que más reclaman para este un propósito ético. Olvidan que el arte, si en verdad tiene una “naturaleza” entonces no puede tener más ética que una semilla cuando germina o la de un depredador cuando desgarra su almuerzo. El asunto, no se limita a una cuestión semántica, sino que desvirtúa el problema ético, más vinculado al aparato normativo que regula las relaciones e intercambios entre los miembros de una formación social que al desempeño espontáneo de las potencialidades creadoras. Una cosa es que el artista desee o se le exija un comportamiento ético frente al mundo y otra que sus obras deban plegarse a los designios ideales de un deber ser o de un canon conductual que necesariamente la conducirá a su aplacamiento creativo.

Antaño, la ética no era más que un medio para la consecución de una finalidad que regulaba la coincidencia o adecuación entre los comportamientos y los propósitos a los que estos se dirigían, ya fueran la felicidad (Platón), el beneficio colectivo (Comte), la propia conservación (Hobbes), la voluntad de dominio (Nietzsche) o el estado (Hegel). Incluso el arte debía supeditarse a alguna de estas finalidades que en su conjunto expresaban el máximo “bien” y, por tanto, el código conductual que el artista debía seguir. Lo cierto es que aún siguiendo la ortodoxia de estos criterios el artista estaba bajo sospecha y sus obras debían ser examinadas y corregidas, bajo el supuesto de que lo “bello” debe tender siempre a una finalidad superior. Todo esto se tornó insostenible, en la medida en que esas grandes aspiraciones entraron en crisis y fueron emergiendo nuevos comportamientos a la escena pública. Lo sospechoso hoy no es un arte que rompe esquemas y desafía normas –en la actualidad todo el mundo hace esto-; lo que genera suspicacia es una agenda ética que ya no encuentra una finalidad que la justifique o que constantemente traiciona sus argumentos.

El arte no debe ser ético ni dejar de serlo, pues respecto a esta materia lo pertinente es mostrar los límites de la ética; sobre todo, cuando la beatitud y el buen juicio se convierten en un estorbo o en un pretexto para atajar la inteligencia. En este caso, hay que separar lo bueno de lo estético; de manera que lo conveniente o lo adecuado no represente una atadura para el arte o le exija su sometimiento.

Penumbra

Compadecerse o expresar solidaridad ante las aflicciones corporales, psíquicas o materiales de algún semejante constituye uno de los atributos distintivos de la ética judeocristiana, para la cual las buenas acciones tienen también una dimensión estética. En la Crítica de la razón práctica, texto fundado en el hecho absoluto de la ley moral, Inmanuel Kant afirmaba que: “Es muy hermoso hacer el bien a los hombres por amor a ello y por buena voluntad (…)”[1]. Nótese la relación de identidad entre “lo bueno” y “lo hermoso”, idea que reaparece formulada en los Elementos de filosofía (1912) de José Gregorio Hernández cuando sentencia que: “El perdón de las injurias, las obras de caridad son de una gran belleza moral”[2].

Semejante concepción pertenece a una época donde la pobreza o la enfermedad eran compensadas con la misericordia pública, conductas que no apuntaban, pese a su buena intención, hacia redención del Otro. No quedaba más que la resignación como se infiere en una escena pintada en 1888 por Arturo Michelena bajo el título de La Caridad. Una mujer postrada, extremadamente humilde, espera por la llegada de una dama dadivosa, mientras su hijo busca algo de comer en una cesta vacía. La escena, más que realista es didáctica, proponiendo la solidaridad humana como alternativa ética y dejando de lado las condiciones de producción que propician la pobreza. En tal sentido, el cuadro es elocuente y satisfactorio pues exalta lo emotivo, sin sugerir algún móvil más allá de lo personal.

Algo similar sucede con La miseria, óleo realizado en 1886 por Cristóbal Rojas y galardonado con una Mención de Honor en el Salón de Artistas Franceses de ese año. Esta vez, nadie viene a socorrer a la mujer enferma, excepto un humilde caballero, presumiblemente un familiar, sentado junto a su lecho con la mirada clavada en el suelo. Tanto en la escena de Rojas como en la de Michelena los protagonistas están sumergidos en una penumbra que los hace casi invisibles, fuera de la mirada pública. Y aquello que no se ve, es como si no existiera.

Ahora bien, para evitar los riesgos del reduccionismo no hay que perder de vista que Michelena y Rojas, formados en el magisterio de la Academia Julian, acomodaron sus obras a la gramática visual de los salones de arte parisinos del último cuarto del siglo XIX, sensibilizada con los temas sociales, siempre que estos fueran tratados con cierto dramatismo y una buena dosis de excelencia académica. Entonces, nada mejor que los ambientes sombríos para exacerbar las emociones y conmover a los espectadores en un entorno estético de mucha competitividad.

Revelaciones

Uno de los grandes fracasos éticos del arte de vanguardia fue suponer que el artista era un redentor ejemplar que podía hablar en nombre de los pobres, los enfermos y los humildes, sin aceptar sus propias limitaciones y contradicciones. Esa es la cuestión que encara Juan Carlos Rodríguez (Caracas, 1967) en la instalación Una lectura desde la distancia presentada en el marco de la muestra “Niños de la calle” (Museo Jacobo Borges, Caracas, 1999). A diferencia de los demás participantes en el proyecto, Rodríguez no entrevistó infantes sin hogar, no tomó fotografías de sus rostros, ni tampoco trajo al museo algún harapo que diera cuenta de la existencia de estos pequeños marginales. En vez de esto, trasladó al recinto museístico los zapatos, las ropas y los dibujos de sus tres hijos. En principio, Rodríguez adoptó la distancia real y simbólica que lo separaba del fenómeno en cuestión, planteándose una introspección crítica basada en su propia situación y la del espacio expositivo. Desde su óptica, no se puede hablar del Otro desde la distancia, porque esto significa falsear su imagen y estetizar su tragedia. De esta manera el artista traslada el énfasis de su propuesta de la representación a la reflexión epistemológica, pues no busca la compasión del espectador sino la formulación de una serie de interrogantes.

Aprovechando las fisuras del aparato normativo vigente, Santiago Sierra (Madrid, 1966) registra acciones donde los participantes –emigrantes, pordioseros, etc. - son contratados para ejecutar acciones denigrantes o aparentemente absurdas que no sólo revelan su precaria condición, sino que, en primer lugar, manifiestan la hipocresía de las políticas migratorias, raciales y sexuales que rigen en las naciones de occidente. Colocarse en una fila atendiendo al color de la piel, dejarse tatuar en la espalda una línea que continúa al dorso de otros cuerpos, masturbarse frente a una cámara de video, sostener una pared inclinada por el simple hecho de alguien nos está pagando; todo ello representa, ni más ni menos, el desmoronamiento de una serie de valores humanos que son constantemente violados por la misma colectividad que se actúa como garante de los mismos. Sin embargo, cuando esto ocurre, es el artista (y no su entorno) el que es atacado y cuestionado por realizar o promover acciones que atentan contra la urbanidad o, simplemente, por aprovecharse de la miseria del Otro, aún cuando la causa estructural de estas situaciones tiene un origen social. No se trata de un artista sádico que obliga a la gente a hacer tareas repulsivas; se trata de un contexto que no tolera el fracaso de su ideal y, por tanto, se resiste a confrontarlo. Los que así fustigan estas proposiciones preferirían que el artista se mostrara más compasivo con los pesares ajenos, como si el arte fuera un espacio para expiar la culpa y reconducirla a una dimensión inocua.

La propuesta de Sierra enfoca frontalmente el problema, provocando el rechazo, cuando no la incomodidad de los espectadores, pues moviliza el propio aparato de producción que permite contratar personas para realizar labores deleznables. Es aquí donde la ética encuentra su límite y el artista se transforma, sin proponérselo o a propósito, en un cínico consciente.

Llegado a este punto es importante recordar que la ética, más que relativa es situacional y siempre funciona de cara a un contexto. Para el caso que nos ocupa, muchas de estas acciones y/o experiencias raras veces rebasan el campo del arte, siendo los provocadores y los agraviados, miembros de una misma cofradía y devotos de un mismo ritual. Es por ello, que muchas de las tentativas de transgresión comienzan por estremecer las regulaciones y hábitos (perceptivos, conductuales, institucionales) del campo. En el caso de Sierra, cuyas fotografías y acciones suelen apreciarse en espacios de exhibición artísticos, esta situación adquiere una dimensión emblemática. Por ejemplo, 68 personas fueron contratadas para bloquear la entrada principal del Museo de Arte Contemporáneo de Pusan en Corea durante la inauguración de una exposición en el año 2000. El monto recibido por cada uno de ellos era dos veces superior al salario mínimo en Corea y tres veces mayor al que recibían los empleados de la institución. Ese mismo año, un muchacho de once años fue contratado para lustrar los zapatos de los asistentes a una exposición de fotografía (ACE Gallery México, DF, 2000) sin la aprobación de estos, tal como lo hacen decenas de chicos en el subterráneo de Ciudad México para ganarse una propina de su indiferente clientela. Ambos ejemplos, confrontan la asepsia institucional del arte con la inconsistencia laboral y la indiferencia pública. Entonces, ¿de cual ética estamos hablando? ¿la del artista que sin transgredir la norma devela sus contradicciones o la de la institución social que propicia o encubre la marginalización del Otro?

Visibilidad

Consciente de la efectividad simbólica del arte, Krzysztoff Wodiczko (Polonia, 1943) desarrolló a fines de los años ochenta un modelo de vehículo para los homeless en Nueva York. Más que suplir la necesidad de desplazamiento, almacenamiento y abrigo de estas personas, el dispositivo fue diseñado para hacer visible esta situación y combatir la indiferencia de los ciudadanos de la ciudad. Aunque simbólica, su estrategia resultó ser más efectiva que el modelo de albergues desarrollado por las autoridades newyorkinas, porque consistía en traer a la luz pública un problema comúnmente escamoteado o simplemente tipificado como síntoma de una patología. Éticamente hablando, hay una segunda razón que aclara la eficiencia semiótica de la propuesta, la cual tiene que ver con que el artista sometió su proyecto a los comentarios y recomendaciones de los propios homeless, dándole a estos la posibilidad de opinar como legítimos habitantes del entorno urbano, diferenciándose de la manera inconsulta en que son implementadas las políticas oficiales para combatir esta situación. El asunto, desde la óptica de Wodiczko no era llenar la ciudad de vehículos para homeless, algo económicamente poco viable para un artista, sino sugerir una forma de participación que les diera plena visibilidad como ciudadanos de la polis.

Un propósito similar rige el proyecto Alien Staff, destinado a la creación de una red de comunicación entre la población de inmigrantes, a partir del diseño de un dispositivo en forma de báculo. El mismo está dotado con una pequeña pantalla de video y un micrófono, a través del cual el sujeto nómada puede narrar su propia historia e intercambiar impresiones con los transeúntes que así lo deseen. El emigrante aparece como un pastor errante, despojado de su integridad ciudadana, que llama la atención sobre el serio problema ético que representa la xenofobia.

Comentario final

De los ejemplos precedentes se infieren tres regularidades que tipifican la manera en que se manifiesta la experiencia ética en el arte contemporáneo:

1.- El artista ya no habla en nombre de otro ni se coloca en el lugar de un mártir, sino que delega su autoridad para que los afectados narren sus historias en primera persona y recuperen la legitimidad que les ha sido negada por la indiferencia y la hipocresía social. Para ello, el artista incorpora herramientas de diagnóstico e intervención provenientes de otros saberes y formas de la actividad social, entre ellas el trabajo de campo, los relatos de vida y el activismo.

2.- El significado ético de los comportamientos artísticos se deriva de la situación en vez de estar sujetos a una finalidad ideal predeterminada normativamente. De esta manera, el bien y el mal no se manifiestan como un par antitético y predefinido, sino como consecuencia de una manera de obrar en un contexto específico ya sea artístico o público.

3.- La obra abandona los artificios dramáticos y el sentimentalismo, presentando una visión descarnada y controversial de los hechos para promover el debate y la reflexión.

En conclusión, lo que están proponiendo algunas prácticas de creación contemporáneas es sacar al Otro de la penumbra, devolverles su visibilidad, sin postular para ello una finalidad ejemplar que obligue al individuo a actuar de una manera o de otra, en nombre de un ideal que ni siquiera los ángeles o los santos pueden cumplir. Ese devolver la visibilidad del Otro, está profundamente vinculado a la situación en que se produce la experiencia, donde los móviles del comportamiento tienen una referencia axiológica específica. En consecuencia, no hay ética sin contexto porque es allí donde las sensibilidades se tensan y confrontan, donde los sujetos se reconocen en la complementariedad y en la diferencia, donde –en fin- el Otro se hace visible.

Caracas, septiembre de 2006
Resumen de charla impartida en el Museo de Bellas Artes de Caracas, septiembre de 2006. Publicado en: Desplegado. Boletín periódico de Artes Plásticas. Año 1, Nº 1. Universidad Experimental de las Artes, UNEARTE. Caracas, 2008. pp. 5 y 6


[1] Kant, Immanuel. Citado en: Gran Enciclopedia Larousse. Editorial Planeta, Barcelona, s.f.
[2] Hernández, José Gregorio. Elementos de filosofía. En, Sobre Arte y estética. Editorial La liebre libre, 1994, p. 20

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