viernes, 18 de junio de 2010

Deseo y alteridad. Espacios, personajes y objetos en la fotografía venezolana actual [1]














Sujeto clivado y objeto del deseo

En una cultura donde el deseo arrastra consigo el grave estigma de constituir la fuente de las desgracias humanas, la represión de ese impulso funciona como medio de expiación de esa culpa, mientras que las tentativas de liberación se perciben como una amenaza al orden, a la razón e incluso a las virtudes ciudadanas. Gilles Deleuze y Félix Guattari en su relectura crítica del freudismo han observado con agudeza la implicación colectiva de esta situación, restituyendo la condición deseante del sujeto y reconociendo que nada hay de pecaminoso, insano o recriminable en estas pulsiones, pues son ellas las que propician la plenitud transformadora del sujeto social[2].

El deseo –según explica la Dra. Esther Díaz en un estudio sobre Gilles Deleuze – es una producción social que se “organiza mediante un juego de represiones y permisiones” [3]. Así, la circulación del deseo está codificada por el poder (cualquiera que sea este), dándole una representación para que se haga consciente. Es decir, el deseo no es un asunto del yo o del ego, sino una energía que se produce y reproduce colectivamente. Así mismo, el deseo tampoco se circunscribe directamente a la sexualidad que es, apenas, una de las formas en que se lo representa para facilitar el control y/o administración de los comportamientos. Frente a esto, Deleuze y Guattari proponen el esquizoanálisis con el propósito de, entre otras cosas, “sacar el deseo de la vida privada y devolverle su status nómade, huérfano, impersonal, transexual”[4].

Desde esta óptica, toda aspiración simbólica que intente o pretenda la puesta en vigencia del deseo (incluyendo las que se derivan del campo artístico) es también un vehículo crítico. Man Ray decía en 1934 que “el despertar del deseo es el primer paso hacia la participación y la experiencia”[5]. La rareza de sus imágenes – “restos olvidados de organismos vivos” – no estaba reñida con la excelencia técnica de sus fotografías, pero si con la pretendida objetividad de ese medio. De manera que la pulcritud y extrañeza de sus trabajos – esos que él llamaba “object of my affection” – se presentan como una declinación estilizada y subjetiva de lo real; es decir, como artificio en tanto que manifestación del deseo. Allí, en el deseo, se forman las bases de una “confiada fraternidad” entre los hombres. “¿Y qué mejor inspiración puede haber para la acción –se preguntaba Ray – que la confianza provocada por una experiencia lírica de ese deseo?”.

Ambientes, rostros y objetos cuya significación emerge en un espacio de simulación, a veces construido, en ocasiones preexistente, pero donde lo irreal y lo familiar están profundamente compenetrados con la lógica del artificio. Allí la imagen busca aquella “confiada fraternidad” con lo otro que se había roto en el momento de la escisión y del abandono. La fotografía debe restituir (acaso sería mejor decir invocar) la posibilidad de un reencuentro entre el sujeto clivado[6] y el objeto del deseo. Esto, naturalmente, no es algo que la imagen o que el individuo puedan hacer unilateralmente, pues tiene que ver con motivaciones, comportamientos y representaciones aceptadas socialmente. El fotógrafo apenas puede mostrar las pulsiones represivas, liberadoras o alienantes que circulan de manera espontánea o interesada en los lugares, las caras o los artefactos que el hombre comparte con sus semejantes.

Por ello, la fotografía es también el registro de circunstancias postergadas, ya sean espacios eludidos, otredades sin nombre o artefactos privados de utilidad. Muchas veces las contingencias de lo real parecen diluirse en un juego de simulaciones que trasciende el dato empírico e intentan la restitución del deseo como condición de posibilidad del sentido. Incluso cuando los lugares, rostros y objetos guardan una empatía (o analogía) inevitable con sus referentes, la imagen desborda su primigenia condición testimonial para convertirse en la proyección especular de una psique que invoca la alteridad e intenta su instauración para recuperar la unidad perdida. Así pues, el deseo no es más que una pulsión dinámica que busca su satisfacción en lo otro, en aquello que se presenta como una exterioridad anhelada, en aquello que aún siendo familiar es diferente (y a veces amenazante).

De esta manera, el hecho fotográfico es la consumación de un deseo, la captación compulsiva de un instante. Así, el fotógrafo va siempre tras el objeto de su obsesión que no es otro que aquello que tiene enfrente o aquello que ha visualizado en su mente, aún antes de hacer la foto. Quiebra así la frágil frontera que le impide fusionarse con lo otro, atrapar ese mundo dominado por la alteridad: la cara del modelo, la fachada inhóspita de un recinto trivial, la forma distorsionada e inerte de las cosas inútiles. Afortunadamente, la conquista del motivo que lo obsede siempre es fallida, efímera, pues la imagen en su fijeza lo obliga a reincidir una y otra vez en el intento. Así pues, la tentativa fotográfica supone la reanudación constante del deseo, incluso después que este parece satisfecho.

Dinámica de los géneros y obstrucción del deseo

A partir de lo expuesto, las siguientes reflexiones abordan las producciones fotográficas que en Venezuela tocan motivos arquetipales –espacios, personajes, objetos- comúnmente adscritos al imaginario moderno y contemporáneo, donde el deseo se presenta como un impulso manifiesto y no como un tema. En general, estas proposiciones sugieren una relación pendular, a veces desafiante, entre el deseo y la alteridad, entre lo público y lo privado, optando por la construcción de simulacros que refieren modelos de convivencia, atributos comportamentales o artilugios de seducción.

Hay, no obstante, una línea delgada que separa el deseo de la utopía, pues lo que estos creadores muestran no es la arcadia prometida, sino el angustioso desenlace de la quimera moderna. En estos casos, la pulsión deseante es presentada como sublimación de lo extraño, lo ajeno o lo distante. Y es que nada es más tentador y apetecible que aquello que está prohibido o sobre lo cual pesa un anatema incomprensible.

Aquí lo que parece definitorio no es la fidelidad de las imágenes o su contigüidad indexal con el referente, sino la revelación, el desenmascaramiento irónico de las convenciones iconográficas, perceptivas y discursivas que atan engañosamente la fotografía con lo real, incluso cuando esta parece abstenerse de cualquier impulso subjetivo.

Para comprender cómo funciona la pulsión deseante en estas fotografías hay que analizar los géneros del discurso –en el sentido propuesto por Tzvetan Todorov- en tanto que modelos de representación codificados[7]. El paisaje, el retrato y la naturaleza muerta actúan como marcos perceptivos, cuya gramática prefigura el ámbito y el destino de la función deseante para que la mirada se encuentre con el objeto de su apetencia. Aquí la soleada vereda que invita al descanso, allá la seductora carne de un rostro desconocido; en frente el elegante contorno de un objeto indescifrable.

El género –más que la imagen misma- es la sintaxis que organiza el deseo, que lo hace inteligible para los sentidos. Una vez allí, el ojo queda prisionero de las reglas que lo dirigen al destino anhelado. Sin embargo, la plenitud de este encuentro siempre queda trunca, atrapada en esa fenomenología exploratoria y definitivamente suspendida en la imposibilidad. El paisaje es en realidad una ruina simulada, la piel una alegoría del encierro y el objeto de apariencia orgánica resulta ser un mecanismo andrógino.

Así, ni el paisaje, ni el retrato, ni la naturaleza muerta cumplen con la convención que anuncian, pues no son más que artilugios representacionales para canalizar y controlar el deseo. En consecuencia, estas fotografías muestran el desenlace atroz de la pulsión deseante en la lógica de los géneros como metáforas del papel represivo de las codificaciones sociales.

En las series Fe, Honor y Belleza (1992) y Dystopia (1994-1995) de Aziz+Cucher nos confrontamos a la obstrucción del deseo, toda ves que tanto los sentidos como la genitalidad han sido suprimidas de los personajes retratados. Son sujetos a los cuales le ha sido borrada la posibilidad de cualquier contacto con el mundo. Incapaces de escuchar, ver, oler o paladear; restringida su condición sexual, están atrapados por la carne que los contiene; por la piel que los aísla del entorno. Esa idea se transforma en dispositivo andrógino en la serie Plasmorphica (1997), convirtiéndose en abstracción espacial en la serie Interiores (1998). Individuos, objetos y ambientes quedan cercados por una envoltura confortable y terrible que hace de la piel un muro infranqueable, una cáscara alienante.

Espacios: deseo sin sujeto
Caracas no es un paraíso, como tampoco lo son Maracaibo, Valencia o cualquier otra ciudad venezolana. La irracionalidad urbanística, los contrastes sociales y la violencia, colindan con las más fabulosas invenciones de la industria mediática: de las telenovelas al concurso Miss Venezuela, de la publicidad a la propaganda política. Así se juntan de manera casi perfecta el inframundo cotidiano y las fantasías de éxito. En medio de esa caótica profusión de aspiraciones y decepciones, las representaciones del deseo están asociadas con la fundación de lugares quiméricos de reminiscencia global y espacios protegidos del tráfico, la basura y el comercio informal. Nadie quiere confrontar la suciedad, la multitud y el ruido. Todos se refugian en la controversial seguridad del apartamento, en las imágenes relucientes que escupe la televisión privada en sus telenovelas y programas de variedades, o se sumergen en la seductora oferta de las franquicias y los centros comerciales para conseguir la satisfacción de sus anhelos, aunque no obtengan más que una retribución genérica y efímera: fast food, cine, antibióticos, electrodomésticos, zapatos, medicamentos, muebles, relaciones sin compromiso y todo lo demás que ya no puede ofrecer la ciudad disfuncional y opresiva de la que poco a poco han sido expulsados.

Las fotografías de Luis Molina Patín, Alexander Apóstol y Maggy Navarro refieren arquitecturas e interiores sin presencia humana, vacías de subjetividad que desembocan en simulacros. Hay poca diferencia entre una escenografía televisiva, una fachada corporativa y la apariencia exterior de los edificios de vivienda. Molina Patín (El apartamento de Osmel, 2000) muestra los indicios de irrealidad que sostienen el mundo escénico, Apóstol (Residente pulido, 2001) altera, reforma, pule los exteriores de edificaciones maltrechas por la falta de mantenimiento. Navarro (Paraísos artificiales, 2006-2007) descubre la reiteración de un “no lugar” anodino pero omnipresente, destinado al expendio de medicamentos bajo la doctrina global de las franquicias farmacéuticas. En los tres casos, la ausencia prevalece, lo humano se abstiene y el deseo queda imposibilitado, sin sujeto, mientras la alteridad se impone.

Personajes: la sombra del deseo

Ser el otro o verse como su sombra; fundirse con ese incorregible artificio que presenta la alteridad como algo propio. Es decir, no se trata sólo de ver, imaginar o retratar la cara del otro –un músico de hip hop, una flamante Miss Venezuela, una transexual o una estrella porno - sino de simular, adoptar, recrear las convenciones perceptivas a partir de las cuales se construyen esas imágenes, ya sea el retrato de estudio, la fotografía erótica o el registro anónimo. No sólo son retratos sino estrategias de retratar y por tanto, formas de ver previamente codificadas que se hacen legibles según su contexto.

En realidad, el “oscuro” objeto del deseo que manejan estos artistas no tiene que ver con ser el otro (pues de alguna manera ya lo son) sino de adoptar la óptica discursiva que hace posible la imagen del otro. De hecho, no es lo mismo ser otro, que desear estar en el lugar de quienes configuran esa otra humanidad…

Aziz + Cucher han hecho de la piel un lugar de clausura, un contenedor hermético y privado de los sentidos dentro del cual no parece haber ningún indicio de subjetividad o individuación. Sus retratos muestran los rostros de todo el mundo y de nadie en particular. Entre tanto, Argelia Bravo retoma la piel como índice en su Mapa de la violencia como identidad, propuesta inscrita en el marco de una indagación sobre la comunidad transgénero de Venezuela centrada en las huellas del maltrato físico.

Beto Gutiérrez en El verdadero rostro de los ángeles (2006) capta el gesto empinado y desdeñoso de un conjunto de jóvenes, cuya faz queda encuadrada en una serie de marcos grafiteados en plantilla, aludiendo a su condición callejera y a su deseo manifiesto de hacerse respetar, cosa que representa uno de los atributos principales de un pandillero. Por su parte, Débora Castillo con sus fotografías de calendario (Coleccionables, 2003 / Fantasías I, 2003) desafía la mirada dominadora del macho a través de un sistema de representación popular que se desplaza entre el erotismo y la pornografía.

La Serie B (1995) de Mauricio Lupini toca la idea del cuerpo como objeto de diseño, como identidad seriada y homogénea que atrapa la pulsión deseante para conducirla hacia o encarnarla en los rostros de goma de la Barby y su amigo Kent. Menos candorosas son las fotografías de las reinas de belleza realizadas por Fran Beaufrand (90 60 90, 2000), desprovistas del portentoso glamour que se supone las distingue. En este caso, el fotógrafo desenfoca voluntariamente las siluetas y las caras de sus modelos, despojándolas de la seductora indumentaria con que suelen recorrer las pasarelas. Beaufrand y Lupini actúan directamente sobre las estrategias de representación para mostrar la imagen desauratizada del cuerpo construido y expuesto a la persecución del deseo.

Objetos: deseo y obsolescencia

Todo el mundo desea cosas - lavadoras, celulares, televisores, secadores de pelo, computadoras, yates, automóviles, armas, etc- . En la serie Armas caseras y objetos de escape (1997) Sara Maneiro construye dispositivos híbridos con los vestigios de esos artefactos (secadores de pelo, taladros, etc.), convirtiéndolos a su vez, en otros objetos de deseo. En algunos trabajos de la serie Souvenirs. Cartografía en proceso (2005-2007), facturada por la misma artista, esa pulsión encuentra un contexto propiciatorio, directamente asociado con la conflictiva urbanidad metropolitana, donde las armas “crecen”, cual la grama punzante bajo las flamantes palmeras del trópico. La dupla Aziz + Cucher mantiene su sintonía con las representaciones corporales, extendiéndolas al mundo objetual en la serie Plasmorphica (1997). En esta, los artefactos se visten con la carne humana, adoptando su tersura epidérmica para reaparecer como máquinas dotadas de una siniestra sensualidad. Por su parte, Molina Patín en la serie Nuevos paisajes (2001), redescubre esa otra naturaleza que se inscribe bucólicamente en las cajas de fósforo, los spraids, los yesqueros, las tarjetas de crédito y otros artículos de uso doméstico o cotidiano. Todos esos objetos nos hablan de una pulsión que se consume en su propia obsolescencia; un deseo leve y efímero pero insaciable que se reproduce vertiginosamente.

Entre la imagen y el código, entre la indiferencia y el documento

En las fotografías comentadas el objeto del deseo siempre se dirije a otra parte, está en otro rostro o se encuentra en otra cosa, pues su destino es la alteridad. Sin embargo, estos trabajos no responden a un impulso evasivo, sino que persiguen la captación razonada de las añoranzas vernáculas, fuertemente asociadas con los ideales de progreso, consumo, éxito y confort. Frente a esto, el deseo queda interrumpido, escamoteado, imposibilitado de encontrar su satisfacción en la imagen que supuestamente lo representa. Algo irreal –un giro siniestro, un detalle revelador, un desliz irónico- impide que la mirada insatisfecha pueda saciar sus ganas. De pronto, hay una alteración o una ligera discrepacia entre lo deseado y aquello que lo representa. Ese conflicto entre imagen y código tiene un efecto crítico que ensancha el territorio de lo visible más allá de las apariencias y, al mismo tiempo, deja ver la sintaxis que organiza y controla la circulación social del deseo.

Podría decirse que cada fotografía es en realidad un deseo “revelado”, la impronta fija de un impulso fallido. Pero no hay que confundirse: en los trabajos analizados “… el deseo –tal como sugiere una balada popular- no es amor sincero”[8]. Es apenas un anhelo reglamentado desde afuera que se confronta tensamente con las estrategias de codificación que lo controlan. Por eso la alteridad que lo atrae no es exactamente el ideal o modelo al que se aspira, sino un detonante crítico.

Lo que intriga en estas propuestas es su aparente neutralidad que se expresa como un balanceo entre la indiferencia y el documento, como si el fotógrafo hubiera cortado o suspendido cualquier nexo subjetivo con el referente. No importa si la imagen se tomó en el estudio o si fue captada en la calle, tampoco es relevante si el registro es directo o si se produjo a partir de alguna manipulación (tanto digital como del negativo). Lo que domina en casi todos los casos es esa tensa fijeza, esa simetría de apariencia inverosímil, esa sensación de plenitud inconclusa. Lo que se muestra, en fin, es la trayectoria del deseo tras su objeto, la búsqueda de aquella “confiada fraternidad” con lo otro de la que hablaba Man Ray en La edad de la Luz.

Caracas, septiembre de 2007




[1] Conferencia impartida en el Ciclo Teórico desarrollado en el marco del evento Fotográfica Bogotá. Teatro José Eliécer Gaitán, Bogotá, 9 de octubre de 2007. Imágenes de referencia: Aziz+ Cucher, Fran Beaufrad y Luis Molina-Pantin
[2] Cfr. Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. El Anti.Edipo. Capitalismo y Esquizofrenia. Ediciones Paidos, Barcelona, 1973
[3] Cfr. Díaz, Esther. Gilles Deleuze. Postcapitalismo y deseo. Revista Observaciones Filosóficas. http://observaciones.sitesled.com/ 05 de agosto de 2007
[4] Idem
[5] Cfr. Ray, Man. The age of light. Nueva York, 1934. Versión en castellano: La edad de la luz. Editorial Gustavo Gili S.A. Barcelona, 1980
[6] En la teoría lacaniana el momento del clivaje refiere la función separadora del padre, respecto al deseo de la madre, imponiendo un orden simbólico para el individuo que desde entonces queda escindido
[7] “La lógica interna de los géneros es absoluta, implacable, pero la elección de un género en particular es completamente libre”. Cfr. Todorov, Tzvetan. Los géneros del discurso. Monte Ávila Editores Latinoamericana S.A., Caracas, 1991, p. 39
[8] La letra corresponde al tema musical “Dos cosas”, interpretado por el quinteto argentino Guardianes del amor

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