“La política en el arte, como en la vida, se infiltra en cientos de maneras, muchas veces tan sutiles que no son perceptibles”[1]
“... la vida cotidiana, pero también la locura, el lenguaje, los media, al igual que el deseo, se vuelven políticos a medida que entran en la esfera de la liberación y de los procesos colectivos de masa”[2]
Ya desde la introducción de la fotografía en Venezuela, esta ha acompañado los grandes acontecimientos de la vida política del país, contribuyendo a la configuración de una vasta iconografía del poder y sus adversarios, entre las que destacan ceremonias públicas, personajes celebres, contiendas cívicas, levantamientos militares, manifestaciones y campañas electorales. En este sentido, son emblamáticos aquellos registros que han inmortalizado eventos relevantes a lo largo del siglo XX y los primeros años de la presente centuria: los rostros candorosos y combativos de la generación del 28, la intensa jornada del 23 de enero de 1958 cuando civiles y militares se volcaron a las calles para festejar la caída del perezjimenismo, la piadosa y cruenta imagen de un soldado moribundo en los brazos de un cura durante el levantamiento de Puerto Cabello en 1962, la revuelta popular del 27 de febrero de 1989, la insurrección militar del 4 de febrero de 1992 o los complejos sucesos del 11 de abril de 2002.
En estos casos, como en la sentencia lezamiana, la imagen fotográfica tiene una fuerte penetración en la causalidad histórica, porque aquella nace de esa “hirviente polarización” en la que se enfrentan la “ausencia de diversidad” y la “hybris”. En esa tensión –anota el autor de Paradiso- la imagen se presenta como un acontecer “actuante” que rechina en las arenas del tiempo.
Sin embargo, no es lo mismo la fotografía como testimonio del acontecer político que la fotografía como un lenguaje políticamente estructurado. Ya en la pura dimensión perceptiva hay un sesgo político, aún más recóndito y sugerente, que opera en el plano de las jerarquizaciones sígnicas, la manera de encuadrar y el lugar desde el cual se realiza el registro. Igualmente las relaciones de dominación, servidumbre o exclusión políticas se advierten en la elección de un medio o género y sus conexiones manifiestas con otras disciplinas.
Más allá de lo que queda inmóvil en la imagen, la fotografía devela posicionamientos ocultos y relaciones estratificadas que hablan ya de una política de la imagen. El ojo mecánico o electrónico de la cámara se adecua a las modulaciones nada inocentes de la mirada precedente y a veces inadvertida del sujeto que lo orienta. Al transitar de la psicología de la percepción a la sociología de la producción y recepción estéticas, la fotografía también registra (o subvierte) los patrones de autoridad vigentes pues la retención de un motivo cualquiera (una naturaleza muerta, un paisaje urbano, un retrato) sobre un soporte sensible, implica el ejercicio de un poder -el de la mirada- o, por el contrario, la posibilidad de su deconstrución crítica.
Ello supone emplazamientos tácticos de la imagen en su respectiva coyuntura que permiten una visibilidad “infrasígnica” (o tal vez subliminal) para contrarrestar el efecto espectacular y aletargante de la cultura mediática. Tras esa opacidad aparente, opuesta a la hipervisibilidad de un mundo dominado por el simulacro, hay una torcedura inquietante que interroga las operaciones de enlace entre la fotografía y la sociedad. Como observa Nelly Richard, lo político se presenta entonces como el producto de una contextualidad discursiva que es escrutada más allá de lo evidente[3].
Soslayando la elocuencia descriptiva de la fotografía documental en el país, lo mismo en su versión periodística que en la artística, algunos creadores han experimentado con soluciones alternas, tanto a nivel de los medios como desde la manera de encarar las tensiones simbólicas acaecidas en el espacio social. Por ejemplo Claudio Perna a través de sus foto-informes y del registro oblicuo de las campañas electorales mantiene una postura escrutadora frente a la espectacularidad del discurso político, sobre todo en los casos donde combina la imagen y el texto o cuando sustituye el proceso fotográfico por la inmediatez de la fotocopia o, finalmente, en las oportunidades en que delega su autoridad en ejecutantes anónimos. Por su parte, Daniela Chappard fusiona la idea del cuerpo y el tricolor nacional en algunos de sus trabajos de fines de los ochenta y principios de los noventa, desmontando la solemnidad desdeñosa de los símbolos patrios, al tiempo que los maneja como parte de la escenografía vernácula. Enmarcada en esa búsqueda incisiva que emplea los resortes críticos y la carga ideológica de la imagen se encuentra una serie de fotografías de Miguel Amat, quien se centra en los “dispositivos de promesa venezolanos” (2003), adentrándose en los intersticios iconográficos de la utopía modernizadora.
Al distinguir la fotografía que juega políticamente con los significados de aquella de carácter testimonial, no se intenta o pretende demostrar que una de estas orientaciones es más efectiva que la otra, sino indicar los distintos niveles o maneras en que estas pueden manifestarse de cara al mundo social En realidad, lo político no es algo de lo cual el fotógrafo se pueda distanciar o alcanzar (aunque se postule imparcial o comprometido) porque no es nada exterior sino parte de la manera como se configura el significado de la imagen.
Caracas, mayo de 2005
*Publicado en: Extra Cámara. Revista de Fotografía. Nº 27, 1-2006 pp.. 75-76
“... la vida cotidiana, pero también la locura, el lenguaje, los media, al igual que el deseo, se vuelven políticos a medida que entran en la esfera de la liberación y de los procesos colectivos de masa”[2]
Ya desde la introducción de la fotografía en Venezuela, esta ha acompañado los grandes acontecimientos de la vida política del país, contribuyendo a la configuración de una vasta iconografía del poder y sus adversarios, entre las que destacan ceremonias públicas, personajes celebres, contiendas cívicas, levantamientos militares, manifestaciones y campañas electorales. En este sentido, son emblamáticos aquellos registros que han inmortalizado eventos relevantes a lo largo del siglo XX y los primeros años de la presente centuria: los rostros candorosos y combativos de la generación del 28, la intensa jornada del 23 de enero de 1958 cuando civiles y militares se volcaron a las calles para festejar la caída del perezjimenismo, la piadosa y cruenta imagen de un soldado moribundo en los brazos de un cura durante el levantamiento de Puerto Cabello en 1962, la revuelta popular del 27 de febrero de 1989, la insurrección militar del 4 de febrero de 1992 o los complejos sucesos del 11 de abril de 2002.
En estos casos, como en la sentencia lezamiana, la imagen fotográfica tiene una fuerte penetración en la causalidad histórica, porque aquella nace de esa “hirviente polarización” en la que se enfrentan la “ausencia de diversidad” y la “hybris”. En esa tensión –anota el autor de Paradiso- la imagen se presenta como un acontecer “actuante” que rechina en las arenas del tiempo.
Sin embargo, no es lo mismo la fotografía como testimonio del acontecer político que la fotografía como un lenguaje políticamente estructurado. Ya en la pura dimensión perceptiva hay un sesgo político, aún más recóndito y sugerente, que opera en el plano de las jerarquizaciones sígnicas, la manera de encuadrar y el lugar desde el cual se realiza el registro. Igualmente las relaciones de dominación, servidumbre o exclusión políticas se advierten en la elección de un medio o género y sus conexiones manifiestas con otras disciplinas.
Más allá de lo que queda inmóvil en la imagen, la fotografía devela posicionamientos ocultos y relaciones estratificadas que hablan ya de una política de la imagen. El ojo mecánico o electrónico de la cámara se adecua a las modulaciones nada inocentes de la mirada precedente y a veces inadvertida del sujeto que lo orienta. Al transitar de la psicología de la percepción a la sociología de la producción y recepción estéticas, la fotografía también registra (o subvierte) los patrones de autoridad vigentes pues la retención de un motivo cualquiera (una naturaleza muerta, un paisaje urbano, un retrato) sobre un soporte sensible, implica el ejercicio de un poder -el de la mirada- o, por el contrario, la posibilidad de su deconstrución crítica.
Ello supone emplazamientos tácticos de la imagen en su respectiva coyuntura que permiten una visibilidad “infrasígnica” (o tal vez subliminal) para contrarrestar el efecto espectacular y aletargante de la cultura mediática. Tras esa opacidad aparente, opuesta a la hipervisibilidad de un mundo dominado por el simulacro, hay una torcedura inquietante que interroga las operaciones de enlace entre la fotografía y la sociedad. Como observa Nelly Richard, lo político se presenta entonces como el producto de una contextualidad discursiva que es escrutada más allá de lo evidente[3].
Soslayando la elocuencia descriptiva de la fotografía documental en el país, lo mismo en su versión periodística que en la artística, algunos creadores han experimentado con soluciones alternas, tanto a nivel de los medios como desde la manera de encarar las tensiones simbólicas acaecidas en el espacio social. Por ejemplo Claudio Perna a través de sus foto-informes y del registro oblicuo de las campañas electorales mantiene una postura escrutadora frente a la espectacularidad del discurso político, sobre todo en los casos donde combina la imagen y el texto o cuando sustituye el proceso fotográfico por la inmediatez de la fotocopia o, finalmente, en las oportunidades en que delega su autoridad en ejecutantes anónimos. Por su parte, Daniela Chappard fusiona la idea del cuerpo y el tricolor nacional en algunos de sus trabajos de fines de los ochenta y principios de los noventa, desmontando la solemnidad desdeñosa de los símbolos patrios, al tiempo que los maneja como parte de la escenografía vernácula. Enmarcada en esa búsqueda incisiva que emplea los resortes críticos y la carga ideológica de la imagen se encuentra una serie de fotografías de Miguel Amat, quien se centra en los “dispositivos de promesa venezolanos” (2003), adentrándose en los intersticios iconográficos de la utopía modernizadora.
Al distinguir la fotografía que juega políticamente con los significados de aquella de carácter testimonial, no se intenta o pretende demostrar que una de estas orientaciones es más efectiva que la otra, sino indicar los distintos niveles o maneras en que estas pueden manifestarse de cara al mundo social En realidad, lo político no es algo de lo cual el fotógrafo se pueda distanciar o alcanzar (aunque se postule imparcial o comprometido) porque no es nada exterior sino parte de la manera como se configura el significado de la imagen.
Caracas, mayo de 2005
*Publicado en: Extra Cámara. Revista de Fotografía. Nº 27, 1-2006 pp.. 75-76
[1] Helguera, Pablo. Arte contemporáneo y educación política. En, Revista Curare. México, Julio/diciembre de 2003. N° 22. P. 23
[2] Baudrillard, Jean. La Transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos. Anagrama, S.A. Barcelona, 1995 P. 15
[3] Richard, Nelly. Intervención en el II Coloquio sobre Arte Latinoamericano. Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina, noviembre de 2004
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