La ciudad es el lugar donde la performance social adquiere su mayor intensidad en tanto orígen y consecuencia de las acciones de los hombres que allí protagonizan sus propias vidas como “actores innatos”. En este escenario transcurre el teatro de la vida: el drama de la niñez abandonada, la tragedia mortífera de la violencia delincuencial, la épica de los conflictos políticos y la comedia de aquellos “inocentes” que resbalan con una concha de mango.
De esta manera, los problemas de la gestualidad y la expresión escénica trascienden el estrecho reducto del teatro, la danza y las artes visuales. En medio del ajetreo urbano, los cuerpos se aproximan o se repelen entre sí, se asiente con un ademán, se rechaza con un gesto, se desaprueba con un bostezo o un desvío casi imperceptible de la mirada. Los enamorados se agarran las manos o se soban las mejillas, el panadero gesticula, el yuppi se apura como si no le alcanzara el tiempo, el taxista se exaspera frente al volante... Todo esto ocurre en un instante, al mismo tiempo, en espacios simultáneos: la cola de un banco, un restaurante, un centro comercial o la parada del autobús.
El asunto se complica cuando el discurso corporal se transforma en vehículo de una acción civil, es decir, en medio de expresión de la conciencia ciudadana. Entre los fenómenos más interesantes que se registran en esta dirección se encuentran aquellos vinculados a las manifestaciones cívicas, ya sean marchas pacificas o manifestaciones de protesta. En ellas se proyecta, unas veces con violencia e intransigencia; otras con picardía y humor, la opinión de los ciudadanos respecto a los temas más sensibles de la actualidad: derechos civiles, ecología, inseguridad urbana, conflictos electorales, oposición antigubernamental, conflictos bélicos, globalización, etc.
El giro teatral y espontáneo que a menudo adquieren las jornadas de protesta, suele encarnar simbólicamente tanto el conflicto desencadenante de la acción como los tipos humanos o institucionales que la protagonizan; de un lado el pobre, el rico y el delincuente, del otro el gobierno, los sindicatos y el mercado. Cerrar una vía para llamar la atención de las autoridades gubernamentales, amarrarse a un árbol para protestar contra la depredación ambiental o simplemente salir a la calle desnudo y con el cuerpo pintado pueden ser acciones metafóricas que, como en el teatro aristotélico, tienen una finalidad catártica. En este sentido, los individuos son actores y la ciudad es el escenario de múltiples batallas que se plantean como simulacros de una situación real.
Mientras el llamado arte corporal en sus diferentes modalidades –happenig, performance, acciones en vivo- obedece a un programa y una intencionalidad generalmente provocativa que busca la reacción del espectador, las acciones cívicas se enmarcan dentro de un conflicto real donde tanto los agraviados como los demandantes son personajes de la misma trama, pero se desdoblan para conseguir que sus reclamos sean cumplidos. En marcha a través de las principales vías de circulación de la ciudad, parada en una plaza o frente a algún edificio determinado, la gente enarbola banderas, pancartas o se disfraza de algo o de alguien asumiendo un personaje. A veces estas acciones adquieren una dimensión tan apasionada y efusiva que desembocan en grandes celebraciones o en un gran desorden colectivo.
Este fenómeno se registra con mayor o menor intensidad en diferentes ciudades de Latinoamérica, sobre todo en aquellas donde los contrastes socio-económicos y la violencia política son más evidentes. Particularmente destacado es el caso de Venezuela, cuya capital es un escenario dominado por una estampida multitudinaria y heterogénea de gente que se apresura en todas direcciones en medio del caos urbano y la polución visual. Los individuos van y vienen por las aceras esquivando a los comerciantes callejeros o a los grupos de manifestantes ocasionales. En el trayecto al trabajo o de regreso a la casa uno puede ser interceptado por algún promotor de ventas, un misionero errante o una marcha de vecinos contra la violencia. No faltan los niños de la calle y los locos acurrucados en las aceras. En medio de esta marejada feroz transcurre gran parte de la vida del caraqueño, hecho que modela sus comportamientos y lo involucra en eventos a los cuales asiste sin participar de ellos necesariamente. Ese entorno lo hace testigo de una gama de sucesos que va de lo pintoresco a lo dramático. En mayo del 2000 una gallina fue decapitada públicamente a las puertas del Consejo Nacional Electoral durante una jornada de protesta en la cual se enfrentaron representantes del partido de gobierno y fuerzas opositoras. Ese mismo mes un singular cortejo fúnebre recorrió varias avenidas de la ciudad, llevando el cadáver de un conductor de autos por puesto que fue víctima del hampa hasta la sede del Ministerio del Interior y Justicia, para demandar acciones contra la delincuencia. En ambos casos la gravedad de los hechos desencadenantes no impidió una cierta atmósfera carnavalezca y satírica muy característica en las manifestaciones populares venezolanas, desde las fiestas hasta los velorios.
Pero las expresiones cívicas, sobre todo en Caracas, no se reducen a su expresión política. También abundan algunas conductas marcadas por una fuerte teatralidad, vinculadas al comercio informal y la prédica religiosa. Los vendedores callejeros suelen emplear diversas técnicas promocionales para la venta de sus productos con ayuda de gráficos, altoparlantes, disfraces y demostraciones en vivo donde demuestran una gran efectividad comunicativa. Con estos medios, consiguen ganar la atención de los transeúntes que se detienen a observar y escuchar las ventajas y posibilidades de la oferta, disfrutando de la presentación de la misma como si de un espectáculo se tratara. Por su parte, los predicadores son generalmente declamadores apasionados que narran enfáticamente ciertos capítulos de las sagradas escrituras en los cuales se describen los tormentos de los pecadores e incitan a llevar una vida religiosa. Con la Biblia en las manos y en medio de la muchedumbre, estos emisarios divinos tienden a buscar un sitio destacado (un banco, una jardinera, etc.) que les sirva de escenario durante la arenga. Estas y otras acciones callejeras relacionadas con el expendio de helados, chicha y tarjetas telefónicas están matizadas por el eco de una vieja tradición proveniente de la época colonial y todavía arraigada en pequeñas ciudades que se basa en el pregón, la gestualidad y el uso de una indumentaria específica para cada tipo de actividad.
En contraste con esta especie de desbordamiento conductual a escala urbana, la performance artística en Venezuela se ha desenvuelto generalmente en un entorno más controlado y dirigido hacia un público especializado. Sin embargo, conviene señalar aquellas acciones concebidas para escenarios urbanos que lograron involucrar a una mayor cantidad de personas, específicamente los eventos realizados a principios de los años setenta por Diego Barboza en Caracas y otras ciudades del país. La caja del cachicamo y El ciempiés son propuestas que se basaban en la identificación del cuerpo y el contexto, donde los participantes se integraban espontáneamente al discurso de la obra. Según el artista estas acciones se nutrían de la relación arte-vida y tienían su orígen en “las fiestas de los pueblos, las retretas, los carnavales, los ambientes de bambalinas de colores y piñatas donde se celebran los cumpleaños...”[1]. Experiencias como estas no son muy comunes en el arte venezolano aunque últimamente se ha desarrollado una vertiente singular representada por las llamadas fiestas de farándula, cuya máxima expresión fueron los Happenigs Extremos organizados en varios puntos de Caracas a fines de los años noventa. Allí confluían los disfraces, los desfiles de moda y la música de discoteca, constituyendo eventos de gran atractivo para el público juvenil.
No obstante, al volver la mirada hacia la incesante actividad citadina estos ejemplos se ven como hechos minoritarios, confinados a pequeños sectores generacionales y sociales. El espíritu de la calle en sus diversas manifestaciones es aún más constante, vigoroso e impredecible. Allí la gente de cualquier condición –profesionales, comerciantes, limosneros, activistas sociales y religiosos- coprotagoniza el mismo drama urbano.
Caracas, mayo de 2001
[1] Barboza, Diego. Acerca de la poesía de acción. En, Acciones frente a la plaza. Reseñas y documentos para una nueva lógica del arte venezolano. Fundarte. Caracas, 1995.p. 59
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