La idea del museo como vitrina de objetos valiosos, destinados a la contemplación estética ha emigrado fuera de los pulcros espacios que la tradición consagró para esta actividad. Este fenómeno se ha extendido a los Centros Comerciales, entendidos como ámbitos de exhibición laicos, en los cuales la estética tiene un lugar prominente. Los también llamados malls, son –por así decirlo- la imagen sustitutiva (y extendida) de la antigua plaza pública, la iglesia y el museo, cumpliendo la triple función de espacio de intercambio, lugar de adoración y sitio de exposición.
Considerados como templos del consumismo y la frivolidad, los Centros Comerciales han ganado la preferencia de los usuarios. En ciudades como Caracas y Valencia, por sólo citar dos casos, esta tendencia se ha acrecentado en los últimos años. El área metropolitana, por ejemplo, ha visto emerger los Sambil de Chacao y Boleita, el Recreo en Sabana Grande y el San Ignacio en La Castellana. Por su parte, la capital del estado Carabobo ostenta La granja en Naguanagua, el Sambil (primer mall temático del país) en Mañongo y Metrópolis (proyectado para ser el más grande del continente) a la entrada de la ciudad. El impacto socio-económico y cultural de esta situación se ha hecho sentir tanto en el atractivo diseño de los espacios, como en el cambio de los hábitos de percepción y consumo de la oferta comercial.
Basta con penetrar una de estas monumentales estructuras, surcadas por escaleras mecánicas, ascensores panorámicos y pasillos. Cada tramo de este recorrido representa una experiencia parecida a la de una muestra de arte contemporáneo en un museo cualquiera. Grandes fotografías, afiches, maniquíes, acumulaciones de productos en oferta, anuncios lumínicos, exquisitos mostradores, monitores de video y una interminable cantidad de elementos concebidos para atraer la atención del espectador-consumidor e incluso de aquellos que sólo se acercan para mirar (y ser vistos). Si, porque los centros comerciales son espacios de socialización, sólo que más concurridos y vitales que los museos.
Los malls manifiestan una curiosa similitud con las propuestas instalatorias y de ambientación al estar concebidos como ámbitos de circulación donde coexisten el impulso lúdico y la excelencia estética. Aquí, como en el mundo del arte, las imágenes y los símbolos están organizados de acuerdo a un código de referencia que se identifica con las expectativas del espectador-cliente. De esta manera, parece confirmarse la idea de la cultura como simulacro espectacular defendida por Jean Baudrillard, quien postula el advenimiento del reino de las apariencias frente a una realidad cada vez más intolerable.
En realidad la gente que asiste a los malls no sólo va a comprar, sino también a pasear, a ver una película, a comer helados o simplemente a dar un vistazo. Casi siempre lo mismo pero con la esperanza de encontrar algo diferente. En todo caso, algunos prefieren la seguridad encapsulada que brinda el Centro Comercial a la peligrosa libertad de recorrer las tiendas del centro de la ciudad.
Los malls tienen la capacidad de instaurar un microuniverso fragmentado pero asequible: los helados alemanes, la pastelería francesa, la moda italiana, la comida japonesa, las ruinas jurásicas y la montaña rusa. Todo eso en un mismo lugar, sin necesidad de abordar un avión. Por eso el espectador-cliente practica una suerte de nomadismo inmóvil que le permite viajar a todas partes sin abandonar el mismo sitio.
Quizá para algunas personas que se autoerigen en jueces de la belleza, este paralelo entre el Centro Comercial y el museo puede parecer algo sacrílego o grotesco. Sin embargo, se suele olvidar que gran parte del arte de vanguardia y contemporáneo que permanece bajo la custodia de las instituciones museales surgió con el propósito de unificar el arte y la vida, aspiración que también significaba, en algunos casos, la conquista de los espacios públicos. Dicho de otra manera, los malls han consumado espontáneamente gran parte del programa vanguardista y contemporáneo, incidiendo en público más amplio.
Claro que este inesperado triunfo de la estética masiva se ha operado en detrimento de la noción de obra y los conceptos de autoría, originalidad e inspiración. En un mall no se reconocen autores ni obras individuales sino marcas corporativas que se diluyen en una atmósfera compartida. Paradójicamente este ocultamiento o debilitamiento deliberado de la dimensión aurática y autónoma del arte guarda cierta correspondencia con los postulados del constructivismo, el futurismo y la Bauhaus. Lo útil y lo bello, lo funcional y lo estético encuentran su versión extendida en estos ambientes comerciales que incorporan el ocio recreativo, el arte culinario, el paseo y los servicios más diversos.
Probablemente, la constatación de esta paradoja proviene de las contradicciones inherentes al propio discurso de vanguardia y sus versiones posteriores, atrapado todavía entre una visión de la vida como marco de redención del arte y la conciencia de que este destino podría acarrear su disolución. En todo caso, ninguno de estos desenlaces ha tenido lugar, al menos hasta la fecha. Lo que ha sucedido es que los criterios de percepción y valoración del arte se han flexibilizado de la misma manera que los mecanismos de seducción que emplea el mercado para atraer a los consumidores. Por un lado, los museos han enriquecido su oferta de servicios, los cuales no se limitan a la presentación de exposiciones y publicaciones, extendiéndose a la venta de souvenires, afiches y demás productos destinados a la difusión de la obra de arte. Por otro, los centros comerciales invierten sumas importantes en la configuración visual de sus espacios (iluminación, pintura, mobiliario), procurando establecer una imagen tentadora e irresistible.
He aquí otro punto de encuentro entre la institución museal y los Centros Comerciales, concebidos como espacios de intercambio simbólico y producción de estatus. De manera que semejante paralelo no debería causar asombro pues se trata, simplemente, de instituciones elásticas, en un mundo elástico, donde a menudo las cosas se confunden. En resumidas cuentas ¿Qué diferencia puede existir entre un paseo por el Sambil y un recorrido por la Tate Gallery?.
Caracas, agosto de 2001
Considerados como templos del consumismo y la frivolidad, los Centros Comerciales han ganado la preferencia de los usuarios. En ciudades como Caracas y Valencia, por sólo citar dos casos, esta tendencia se ha acrecentado en los últimos años. El área metropolitana, por ejemplo, ha visto emerger los Sambil de Chacao y Boleita, el Recreo en Sabana Grande y el San Ignacio en La Castellana. Por su parte, la capital del estado Carabobo ostenta La granja en Naguanagua, el Sambil (primer mall temático del país) en Mañongo y Metrópolis (proyectado para ser el más grande del continente) a la entrada de la ciudad. El impacto socio-económico y cultural de esta situación se ha hecho sentir tanto en el atractivo diseño de los espacios, como en el cambio de los hábitos de percepción y consumo de la oferta comercial.
Basta con penetrar una de estas monumentales estructuras, surcadas por escaleras mecánicas, ascensores panorámicos y pasillos. Cada tramo de este recorrido representa una experiencia parecida a la de una muestra de arte contemporáneo en un museo cualquiera. Grandes fotografías, afiches, maniquíes, acumulaciones de productos en oferta, anuncios lumínicos, exquisitos mostradores, monitores de video y una interminable cantidad de elementos concebidos para atraer la atención del espectador-consumidor e incluso de aquellos que sólo se acercan para mirar (y ser vistos). Si, porque los centros comerciales son espacios de socialización, sólo que más concurridos y vitales que los museos.
Los malls manifiestan una curiosa similitud con las propuestas instalatorias y de ambientación al estar concebidos como ámbitos de circulación donde coexisten el impulso lúdico y la excelencia estética. Aquí, como en el mundo del arte, las imágenes y los símbolos están organizados de acuerdo a un código de referencia que se identifica con las expectativas del espectador-cliente. De esta manera, parece confirmarse la idea de la cultura como simulacro espectacular defendida por Jean Baudrillard, quien postula el advenimiento del reino de las apariencias frente a una realidad cada vez más intolerable.
En realidad la gente que asiste a los malls no sólo va a comprar, sino también a pasear, a ver una película, a comer helados o simplemente a dar un vistazo. Casi siempre lo mismo pero con la esperanza de encontrar algo diferente. En todo caso, algunos prefieren la seguridad encapsulada que brinda el Centro Comercial a la peligrosa libertad de recorrer las tiendas del centro de la ciudad.
Los malls tienen la capacidad de instaurar un microuniverso fragmentado pero asequible: los helados alemanes, la pastelería francesa, la moda italiana, la comida japonesa, las ruinas jurásicas y la montaña rusa. Todo eso en un mismo lugar, sin necesidad de abordar un avión. Por eso el espectador-cliente practica una suerte de nomadismo inmóvil que le permite viajar a todas partes sin abandonar el mismo sitio.
Quizá para algunas personas que se autoerigen en jueces de la belleza, este paralelo entre el Centro Comercial y el museo puede parecer algo sacrílego o grotesco. Sin embargo, se suele olvidar que gran parte del arte de vanguardia y contemporáneo que permanece bajo la custodia de las instituciones museales surgió con el propósito de unificar el arte y la vida, aspiración que también significaba, en algunos casos, la conquista de los espacios públicos. Dicho de otra manera, los malls han consumado espontáneamente gran parte del programa vanguardista y contemporáneo, incidiendo en público más amplio.
Claro que este inesperado triunfo de la estética masiva se ha operado en detrimento de la noción de obra y los conceptos de autoría, originalidad e inspiración. En un mall no se reconocen autores ni obras individuales sino marcas corporativas que se diluyen en una atmósfera compartida. Paradójicamente este ocultamiento o debilitamiento deliberado de la dimensión aurática y autónoma del arte guarda cierta correspondencia con los postulados del constructivismo, el futurismo y la Bauhaus. Lo útil y lo bello, lo funcional y lo estético encuentran su versión extendida en estos ambientes comerciales que incorporan el ocio recreativo, el arte culinario, el paseo y los servicios más diversos.
Probablemente, la constatación de esta paradoja proviene de las contradicciones inherentes al propio discurso de vanguardia y sus versiones posteriores, atrapado todavía entre una visión de la vida como marco de redención del arte y la conciencia de que este destino podría acarrear su disolución. En todo caso, ninguno de estos desenlaces ha tenido lugar, al menos hasta la fecha. Lo que ha sucedido es que los criterios de percepción y valoración del arte se han flexibilizado de la misma manera que los mecanismos de seducción que emplea el mercado para atraer a los consumidores. Por un lado, los museos han enriquecido su oferta de servicios, los cuales no se limitan a la presentación de exposiciones y publicaciones, extendiéndose a la venta de souvenires, afiches y demás productos destinados a la difusión de la obra de arte. Por otro, los centros comerciales invierten sumas importantes en la configuración visual de sus espacios (iluminación, pintura, mobiliario), procurando establecer una imagen tentadora e irresistible.
He aquí otro punto de encuentro entre la institución museal y los Centros Comerciales, concebidos como espacios de intercambio simbólico y producción de estatus. De manera que semejante paralelo no debería causar asombro pues se trata, simplemente, de instituciones elásticas, en un mundo elástico, donde a menudo las cosas se confunden. En resumidas cuentas ¿Qué diferencia puede existir entre un paseo por el Sambil y un recorrido por la Tate Gallery?.
Caracas, agosto de 2001
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