sábado, 9 de enero de 2010

La instalación en la calle


La acción de instalar – tal como se define en las prácticas visuales de las últimas décadas- no se limita exclusivamente al ámbito del arte[1]; también aparece en todos aquellos intentos de organizar los espacios productivos o domésticos. Cuando alguien distribuye los muebles dentro de una habitación o cuando un vendedor callejero despliega sobre una mesa improvisada los productos en venta también estamos en presencia de la operación de instalar. Con ello no queremos afirmar que estas acciones son necesariamente arte sino que en ellas se manifiesta el mismo principio. En estos casos como en las instalaciones artísticas esta presente la misma voluntad de crear un “habitáculo”, aunque sea temporalmente, donde exhibir objetos destinados a la venta. Es así como la vitrina improvisada del vendedor callejero adquiere un carácter escenográfico.

En este sentido, podríamos decir que el sitio donde más abundan las instalaciones no es el museo sino el mercado callejero, tanto el de carácter tradicional como el que improvisan los buhoneros. Más allá de la apariencia cada vez más sofisticada de las vitrinas de los centros comerciales donde los objetos en venta se agrupan seductoramente ante la mirada del consumidor, las instalaciones callejeras se distinguen por su practicidad e ingenio; son livianas, fáciles de transportar y se arman con relativa rapidez. Este es un requisito fundamental para quienes el comercio es un oficio de nómadas y más aún para aquellos que lo ejercen sin la permisología de rigor, exponiéndose a la persecución policial
[2].

En Caracas, ciudad de una alta propensión consumista, los mercados populares centralizan gran parte de la actividad comercial. Sin embargo, esta actividad se ha desbordado más allá de los espacios tradicionales a consecuencia de la crisis económica. Buscando contrarrestar las secuelas del desempleo cada vez son más las personas que se dedican a la economía informal
[3] como vendedores de bisutería, artesanía, baratijas, frutas, ropa, juguetes, alimentos y confitería. Es así como los portales, corredores y aceras de la ciudad se han llenado de tarantines, quioscos y tinglados destinados a la exhibición y venta de la mercancía[4]. Basta con citar, la proliferación de mercados informales en el Boulevar de Sabana Grande, la Plaza de los Museos, el pasillo detrás del Hotel Milton (hoy Alba Caracas), el desaparecido mercado de la Hoyada, la avenida Baralt, el cementerio y el Centro Simón Bolívar, entre otros.

Ante la presencia avasallante de estas instalaciones callejeras se ha modificado la fisionomía visual de Caracas: los edificios han perdido sus fachadas y los transeúntes han sido expulsados de las aceras. Ello ha enfatizado la caótica apariencia de una ciudad que, a pesar del sueño desarrollista y los petrodólares, se ha ido configurando -y des-figurando- improvisadamente. En medio de este panorama, la práxis instalatoria de los buhoneros es un desafío a la ciudad constituida, que se ubica dentro de esa batalla por ganar un lugar o tomar los ya existentes. Al respecto, son muchos los dispositivos utilizados para conquistar el espacio urbano. Entre ellos se distinguen tres modalidades básicas según la función que cumplen y el tipo de estructura empleada: desplegables (láminas de anime, madera o plástico, mesas tipo maleta, exhibidores autoportantes, cajas, sombrillas); móviles (maleteras de automóviles y cabas de camiones, carritos, carruchas u otro vehículo de tracción sanguínea); y permanentes (quioscos). A menudo, sin embargo, todos estos elementos pueden aparecer ingeniosamente combinados.

En definitiva, los mercados ambulantes añaden un detalle pintoresco a los recorridos urbanos. En ellos no se entra y sale por la puerta como en una boutique o un abasto sino que se transita entre la mercancía y el pregonar incesante de los vendedores. Al mismo tiempo, la precariedad constructiva de estos recintos permite que el caminante se sumerja en una trama espacial continua donde no hay distinción entre el adentro y el afuera.

En la calle todo transcurre vertiginosamente. Allí los espacios no tienen una frontera definida pues la mezcla de sonidos, olores e imágenes produce una atmósfera particular que se cuela por doquier. La gente se abre paso entre minitecas, empanadas y objetos de todo tipo o simplemente se deja llevar a través de la marejada de toldos y mostradores.
En cualquier caso, el sujeto debe asumir una actitud vigilante que le permita detectar alguna oferta interesante o evitar un obstáculo mientras sigue adelante como si nada estuviera pasando.

De cierto modo, las implicaciones estéticas y simbólicas de este fenómeno colindan con algunos planteamientos artísticos que desde los años setenta han explorado las posibilidades de la instalación como género inclusivo. Muchas de estas propuestas funcionan como espacio de resistencia simbólica, concebido para la interacción crítica con espectador. Más allá de su valor estético, las instalaciones artísticas introducen variaciones morfológicas y conceptuales que tienden a desestabilizar los códigos institucionales.

En 1997 el curador y artista de orígen cubano Abdel Hernández y el escenógrafo venezolano Fernando Calzadilla presentaron la instalación El mercado de aquí en la Facultad de Antropología de Rice University, Houston, EEUU. Enmarcada dentro del evento “Artistas en trance”, la propuesta recreaba la abigarrada atmósfera de los mercados caraqueños a partir de una estructura metálica en forma de cruz y cubierta de plástico, dentro de la cual pernoctaban multitud de objetos. Sin embargo, para los autores el mercado era algo más que un almacén de corotos en venta. Allí no sólo se negocian los productos sino también las identidades. Esta idea, de un fuerte sustrato antropológico, les permitió establecer un puente entre el mundo de la experiencia y el de la representación.

Situaciones como esta comportan una disyuntiva compleja. Mientras algunos subrayan el carácter nocivo y “antiestético” de las instalaciones callejeras; otros se apropian de ellas en tanto modelos de renovación creativa. A todas luces, nada sustancial distingue una de las otras excepto su emplazamiento y función. Sin embargo, tanto las prácticas de creación contemporáneas como las estrategias de abordaje del espacio urbano están inmersas en un proceso de re-acomodo y re-territoialización de donde se desprende un fecundo repertorio de oportunidades culturales.

Caracas, mayo de 2000


[1] En la instalación el espacio no es algo exterior a la obra sino parte constitutiva de su estructura, generalmente enmarcada dentro de cubículos en los cuales se acumulan toda clase de objetos y materiales
[2] En mayo de 2000 la Gobernación del Distrito Federal y la Alcaldía de Municipio Libertador habilitaron 15 mil puestos en 17 terrenos dispersos en toda Caracas para evitar la colocación de tarantines y sombrillas en las calles, plazas y espacios públicos. Cfr. Garnica, Hercilia. “La policía sacará en pocos días a los buhoneros de las calles”. En, El Nacional. Caracas, sábado 6 de mayo de 2000. P. C/2.

[3] En 1993 el sector informal ocupaba el 40 % de la fuerza de trabajo activa. Cfr. Diccionario de historia de Venezuela. Tomo 2. Fundación Polar. Segunda edición. Caracas, 1997.p. 169
[4] En el sector de los alimentos, por ejemplo, la aparición de los mercados informales para vender productos con precios de subsidio data de 1972, durante el primer período presidencial de Carlos Andrés Pérez. Aunque la medida recibió una fuerte oposición por parte del empresariado debido a que rompía la cadena de comercialización, los mercados de este tipo “regresaron y se afianzaron entre 1983 y 1988 ... con la devaluación del bolívar ...” Cfr. Chiape, Giuliana. “Una largo camino al consumidor. En, El universal. Caracas, domingo 7 de mayo de 2000. P. 4-2.

1 comentario:

Unknown dijo...

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