La fugaz permanencia de lo corpóreo
Generalmente, por no decir siempre, los monumentos públicos se hacen por decreto o por concurso sin que para ello medie ningún tipo de consulta popular o colectiva. Una vez que han sido realizados, se los rodea de cuidados, protocolos y coronas, convirtiéndolos en sitios de peregrinaje y devoción, concebidos para perpetuar la memoria de los hechos o personajes referidos. Para ello se emplean los materiales más duraderos (bronce, mármol, concreto, acero,…) y los emplazamientos mejor posicionados, preferiblemente los más transitados y visibles, cuidando que sus proporciones estén en plena sintonía con la jerarquía y significado que se les atribuye. En una frase, los monumentos públicos están hechos para siempre.
Pero esa vocación de perpetuidad no sólo los expone a la erosión y la intemperie, sino también a la indiferencia pública, proceso que es proporcional al desgaste simbólico de los valores que representan. Es en ese momento que se plantea la cuestión de su permanencia y actualidad, generando acciones de signo contrario, orientadas hacia la protección o rechazo de los mismos. Por un lado se aducen argumentos en torno al valor artístico e histórico de las esculturas, plazas y edificios patrimoniales, los cuales también se promueven como santuarios turísticos. Por otro, se cuestiona la legitimidad estética e ideológica del arte monumental y se reclaman nuevos usos para los espacios públicos.
Claro que entre un extremo y el otro, al margen de los razonamientos aquí señalados, el llamado arte cívico está expuesto a las secuelas que dejan el vandalismo y la erosión ocasionada por las condiciones ambientales (lluvia, sol, polvo, etc.). Después de todo, el tiempo es un depredador ineludible, incluso cuando se trata de la supuesta inmortalidad de las estatuas. En definitiva, el tiempo es ese juez severo que relativiza la trascendencia material y simbólica de las obras humanas y también el oráculo que dictamina la vigencia o caducidad de sus significados.
Esa es la dialéctica de la cual no puede escapar el arte monumental y su socorrida función conmemorativa. Ese es, por tanto, el marco donde tienen lugar el debate sobre el sentido y el uso del monumento como dispositivo de cohesión fundacional. Básicamente, lo que está en discusión tiene que ver con el carácter jerárquico y autoritario de la estatuaria tradicional donde se planteaba una drástica separación entre el héroe y el individuo común, entre los lugares de memoria y los espacios cotidianos.
Frente a estos preceptos han surgido una serie de proposiciones que se plantean una perspectiva más horizontal y participativa, confiriéndole un rol activo al ciudadano y buscando una relación de complicidad crítica entre los sitios de memoria y el ámbito cotidiano. Entre ellas destacan las propuestas de carácter efímero, facturadas con materiales no duraderos, ya sean orgánicos o desechables. Plantas, tela, plástico, basura, pan, tierra, proyecciones lumínicas, pantallas electrónicas y otros elementos no tradicionales cuya disposición temporal suponen una ruptura con la idea de perpetuidad, son aprovechados para generar una visión más dinámica y renovadora del arte público. Aquí, por cierto, se produce un desplazamiento del monumento como lugar de representación al monumento como sitio de una acción delimitada en el tiempo.
Dichas incursiones llegan al extremo donde lo sólido –atributo esencial de la estatuaria tradicional- tiende a volatilizarse como sucede con la Nube de globos concebida por Alfredo Jaar en la frontera de México y los Estados Unidos (San Diego, Tijuana, 2000) o los cochinos inflables de Paul Mc Carthy. La blandura de estos dispositivos subvierte la maciza apariencia de los monumentos de antaño, indicando que incluso lo corpóreo es fugaz.
Memorias recicladas
Decíamos que hay un momento en que se plantea el problema de la caducidad o permanencia de los monumentos, las más de las veces por razones ideológicas como si con la destrucción o salvaguarda de ese patrimonio se pudieran enmendar o reactivar los fracasos o virtudes de un determinado proyecto social. Así, la caída o resurrección de un símbolo sirve para canalizar las hostilidades y apetencias de los distintos sectores que participan en la contienda política. En ese forcejeo, muchos son los monumentos que se exponen al escarnio al ser objeto de agresiones físicas o desplazamientos forzados. Sin embargo, la ruta del asedio sólo genera retaliaciones y acciones revanchistas que a la larga no consiguen disipar la ira de los agraviados.
No obstante a ello, hay alternativas de interacción no violenta con el patrimonio cívico que sustituyen las acciones destructivas por el reciclaje simbólico, consiguiendo una mayor efectividad terapéutica, sobre todo cuando se trata de sanar las secuelas generadas por los conflictos generacionales, históricos o políticos. En estos casos, no se trata de borrar o reprimir los signos de un pasado indeseable como si nada hubiera sucedido (amnesia), sino de confrontarlos con el presente a través de un proceso de reciclaje simbólico. Eso es lo que proponen Christo Javacheff al empaquetar el Reitaj (1995), Doris Salcedo al intervenir las fachadas del Palacio de Justicia de Colombia (2002) y Krizstoff Wodicsko al proyectar los testimonios de algunos sobrevivientes a la explosión atómica de Hiroshima frente al único edificio que quedó en pié después de aquel desastre (1999).
Esto significa que las tensiones y disputas por la legitimidad no se resuelven eliminando o imponiendo un símbolo determinado, sino encarando sus implicaciones conceptuales y subjetivas. Ese telón de fondo permite que las incursiones creativas en el espacio público utilicen el contexto como soporte significativo y no como un emplazamiento neutro. Es decir, la destrucción o sublimación acrítica de la idea del monumento no garantiza una satisfacción duradera ni mitiga los malestares que esta pueda ocasionar.
Como en la ciencia médica, lo único que puede ahuyentar de manera confiable un síntoma patológico es el reconocimiento de las causas que lo producen. Así, algunos proyectos de arte público inciden sobre dispositivos de memoria preexistentes para reciclar metafóricamente sus potencialidades cívicas. Tal es el caso del proyecto “Efecto dominó. Estrategias para trancar la crisis” (2001-2005) de Domingo de Lucía, quien trabajó en torno a varios lugares patrimoniales como la Fisicromía mural de Carlos Cruz-Diez en Plaza Venezuela, la Fachada del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas cuando ostentaba el nombre de Sofía Imber y la Estatua del Precursor en el Paseo de Los Próceres. En los tres casos, el creador estableció un paralelo entre la parálisis del sector productivo nacional y el deterioro del acervo artístico en el espacio urbano, a través de acciones e intervenciones efímeras consistentes en el empaquetamiento temporal de las obras y la realización de torneos de dominó en los que participaron artistas, curadores, empresarios, trabajadores, indigentes y representantes institucionales.
Propuestas como estas emulan inteligentemente la apasionada ingeniosidad de las réplicas espontáneas que los manifestantes y activitas sociales desarrollan en los espacios públicos y particularmente en sitios patrimoniales con pintas, letreros y pancartas, aprovechando la visibilidad y alcance simbólico de los mismos para traer a la palestra pública determinadas inquietudes colectivas. Como ejemplo de ello podemos citar la intervención con cigarrillo y bandera del monumento a Luis XIV en Lyon (Francia, marzo de 2007) en el marco de una protesta antigubernamental y la toma de la estatua ecuestre del General San Martín (Neuquén, Argentina, 2007) organizada por la Colectiva Feminista “La Revuelta” como expresión de luto por el asesinato de Teresa Rodríguez
En situaciones como estas, reciclar (los símbolos) es una alternativa que pondera los efectos violentos de la destrucción. Y es que una sociedad que ya no quiere vivir bajo la tutela de de viejos estandartes debe otorgarles un lugar y uso que no reproduzca la intolerancia que pretende corregir. A fin de cuentas, los monumentos no son la cosa objetada -ya sean personajes o hechos- sino representaciones inertes de aquel ideal.
Caracas, marzo de 2008
Generalmente, por no decir siempre, los monumentos públicos se hacen por decreto o por concurso sin que para ello medie ningún tipo de consulta popular o colectiva. Una vez que han sido realizados, se los rodea de cuidados, protocolos y coronas, convirtiéndolos en sitios de peregrinaje y devoción, concebidos para perpetuar la memoria de los hechos o personajes referidos. Para ello se emplean los materiales más duraderos (bronce, mármol, concreto, acero,…) y los emplazamientos mejor posicionados, preferiblemente los más transitados y visibles, cuidando que sus proporciones estén en plena sintonía con la jerarquía y significado que se les atribuye. En una frase, los monumentos públicos están hechos para siempre.
Pero esa vocación de perpetuidad no sólo los expone a la erosión y la intemperie, sino también a la indiferencia pública, proceso que es proporcional al desgaste simbólico de los valores que representan. Es en ese momento que se plantea la cuestión de su permanencia y actualidad, generando acciones de signo contrario, orientadas hacia la protección o rechazo de los mismos. Por un lado se aducen argumentos en torno al valor artístico e histórico de las esculturas, plazas y edificios patrimoniales, los cuales también se promueven como santuarios turísticos. Por otro, se cuestiona la legitimidad estética e ideológica del arte monumental y se reclaman nuevos usos para los espacios públicos.
Claro que entre un extremo y el otro, al margen de los razonamientos aquí señalados, el llamado arte cívico está expuesto a las secuelas que dejan el vandalismo y la erosión ocasionada por las condiciones ambientales (lluvia, sol, polvo, etc.). Después de todo, el tiempo es un depredador ineludible, incluso cuando se trata de la supuesta inmortalidad de las estatuas. En definitiva, el tiempo es ese juez severo que relativiza la trascendencia material y simbólica de las obras humanas y también el oráculo que dictamina la vigencia o caducidad de sus significados.
Esa es la dialéctica de la cual no puede escapar el arte monumental y su socorrida función conmemorativa. Ese es, por tanto, el marco donde tienen lugar el debate sobre el sentido y el uso del monumento como dispositivo de cohesión fundacional. Básicamente, lo que está en discusión tiene que ver con el carácter jerárquico y autoritario de la estatuaria tradicional donde se planteaba una drástica separación entre el héroe y el individuo común, entre los lugares de memoria y los espacios cotidianos.
Frente a estos preceptos han surgido una serie de proposiciones que se plantean una perspectiva más horizontal y participativa, confiriéndole un rol activo al ciudadano y buscando una relación de complicidad crítica entre los sitios de memoria y el ámbito cotidiano. Entre ellas destacan las propuestas de carácter efímero, facturadas con materiales no duraderos, ya sean orgánicos o desechables. Plantas, tela, plástico, basura, pan, tierra, proyecciones lumínicas, pantallas electrónicas y otros elementos no tradicionales cuya disposición temporal suponen una ruptura con la idea de perpetuidad, son aprovechados para generar una visión más dinámica y renovadora del arte público. Aquí, por cierto, se produce un desplazamiento del monumento como lugar de representación al monumento como sitio de una acción delimitada en el tiempo.
Dichas incursiones llegan al extremo donde lo sólido –atributo esencial de la estatuaria tradicional- tiende a volatilizarse como sucede con la Nube de globos concebida por Alfredo Jaar en la frontera de México y los Estados Unidos (San Diego, Tijuana, 2000) o los cochinos inflables de Paul Mc Carthy. La blandura de estos dispositivos subvierte la maciza apariencia de los monumentos de antaño, indicando que incluso lo corpóreo es fugaz.
Memorias recicladas
Decíamos que hay un momento en que se plantea el problema de la caducidad o permanencia de los monumentos, las más de las veces por razones ideológicas como si con la destrucción o salvaguarda de ese patrimonio se pudieran enmendar o reactivar los fracasos o virtudes de un determinado proyecto social. Así, la caída o resurrección de un símbolo sirve para canalizar las hostilidades y apetencias de los distintos sectores que participan en la contienda política. En ese forcejeo, muchos son los monumentos que se exponen al escarnio al ser objeto de agresiones físicas o desplazamientos forzados. Sin embargo, la ruta del asedio sólo genera retaliaciones y acciones revanchistas que a la larga no consiguen disipar la ira de los agraviados.
No obstante a ello, hay alternativas de interacción no violenta con el patrimonio cívico que sustituyen las acciones destructivas por el reciclaje simbólico, consiguiendo una mayor efectividad terapéutica, sobre todo cuando se trata de sanar las secuelas generadas por los conflictos generacionales, históricos o políticos. En estos casos, no se trata de borrar o reprimir los signos de un pasado indeseable como si nada hubiera sucedido (amnesia), sino de confrontarlos con el presente a través de un proceso de reciclaje simbólico. Eso es lo que proponen Christo Javacheff al empaquetar el Reitaj (1995), Doris Salcedo al intervenir las fachadas del Palacio de Justicia de Colombia (2002) y Krizstoff Wodicsko al proyectar los testimonios de algunos sobrevivientes a la explosión atómica de Hiroshima frente al único edificio que quedó en pié después de aquel desastre (1999).
Esto significa que las tensiones y disputas por la legitimidad no se resuelven eliminando o imponiendo un símbolo determinado, sino encarando sus implicaciones conceptuales y subjetivas. Ese telón de fondo permite que las incursiones creativas en el espacio público utilicen el contexto como soporte significativo y no como un emplazamiento neutro. Es decir, la destrucción o sublimación acrítica de la idea del monumento no garantiza una satisfacción duradera ni mitiga los malestares que esta pueda ocasionar.
Como en la ciencia médica, lo único que puede ahuyentar de manera confiable un síntoma patológico es el reconocimiento de las causas que lo producen. Así, algunos proyectos de arte público inciden sobre dispositivos de memoria preexistentes para reciclar metafóricamente sus potencialidades cívicas. Tal es el caso del proyecto “Efecto dominó. Estrategias para trancar la crisis” (2001-2005) de Domingo de Lucía, quien trabajó en torno a varios lugares patrimoniales como la Fisicromía mural de Carlos Cruz-Diez en Plaza Venezuela, la Fachada del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas cuando ostentaba el nombre de Sofía Imber y la Estatua del Precursor en el Paseo de Los Próceres. En los tres casos, el creador estableció un paralelo entre la parálisis del sector productivo nacional y el deterioro del acervo artístico en el espacio urbano, a través de acciones e intervenciones efímeras consistentes en el empaquetamiento temporal de las obras y la realización de torneos de dominó en los que participaron artistas, curadores, empresarios, trabajadores, indigentes y representantes institucionales.
Propuestas como estas emulan inteligentemente la apasionada ingeniosidad de las réplicas espontáneas que los manifestantes y activitas sociales desarrollan en los espacios públicos y particularmente en sitios patrimoniales con pintas, letreros y pancartas, aprovechando la visibilidad y alcance simbólico de los mismos para traer a la palestra pública determinadas inquietudes colectivas. Como ejemplo de ello podemos citar la intervención con cigarrillo y bandera del monumento a Luis XIV en Lyon (Francia, marzo de 2007) en el marco de una protesta antigubernamental y la toma de la estatua ecuestre del General San Martín (Neuquén, Argentina, 2007) organizada por la Colectiva Feminista “La Revuelta” como expresión de luto por el asesinato de Teresa Rodríguez
En situaciones como estas, reciclar (los símbolos) es una alternativa que pondera los efectos violentos de la destrucción. Y es que una sociedad que ya no quiere vivir bajo la tutela de de viejos estandartes debe otorgarles un lugar y uso que no reproduzca la intolerancia que pretende corregir. A fin de cuentas, los monumentos no son la cosa objetada -ya sean personajes o hechos- sino representaciones inertes de aquel ideal.
Caracas, marzo de 2008
*Resumen de una intervención realizada en el marco de un foro sobre arte público realizado en el auditorio del Museo de Bellas Artes, Caracas, 09 de marzo de 2008
2 comentarios:
Muy interesante este texto sobre el tema de la conservación de los monumentos y el arte público.
Interesante. Espero no desfallezca en la publicación y nos permita tener lecturas nuevas.
Fui su alumna en el extinto IUESAPAR. Le invito a ver: www.ayrin.net. Éxitos!!!
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