“(...) en la actualidad el pasado es evocado
para proveer aquello que no logró brindar el futuro (...)”[1]
Andreas Huyssen
La cultura actual se debate entre un presente cada vez más fugaz e insatisfactorio y un futuro sin perspectivas asibles. Sólo la mitificación del pasado o la vuelta a pretéritos políticamente convenientes aparece como una opción que se pasea entre la nostalgia y la redención. La recuperación del pasado, afirman los teóricos de la compensación (Hermann Lube, Odo Marquard), permite canalizar los múltiples malestares que sobresaltan a la sociedad contemporánea. Sin embargo, estas expectativas no siempre tienden al mismo desenlace, sobre todo en aquellas naciones donde se está operando una drástica revisión axiológica que alcanza tanto los aspectos historiográficos como los valores, los símbolos y las imágenes que solían distinguirla. El caso venezolano presenta una situación singular, incrementada por los cambios que se han producido en los últimos años en la configuración del panorama político y social del país y su impacto sobre los modelos de representación colectivos.
Uno de los ámbitos donde se manifiestan estos cambios es el relativo a la escultura pública, particularmente los monumentos conmemorativos que se yerguen en el escenario urbano. Si en el pasado las estatuas eran un lugar de memoria, destinado a resaltar los hechos históricos y la ejemplaridad de los héroes, en la actualidad se han transformado en objetos de controversia y, en casos extremos, blanco de acciones hostiles. La disputa va desde los problemas de deterioro motivados por falta de conservación hasta cuestiones vinculadas a la relectura ideológica del significado de tal o cual personaje o hecho, pasando por la repudiable proliferación de hechos vandálicos perpetrados sin otro motivo que el lucro material.
De manera que, entre nosotros, la idea del monumento está asociada con tres grandes desplazamientos de la sensibilidad colectiva respecto a la memoria; a saber; la devoción, el desdén y el asedio. Estas nociones pueden ser entendidas como el correlativo metafórico de modelos comportamentales más o menos arraigados en el imaginario local. Como veremos más adelante es posible vislumbrar algunos paralelismos históricos entre estas conductas y el momento de su aparición, sin que ello suponga una respuesta homogénea o única ante los distintos desafíos que representa el uso y protección del patrimonio.
La devoción
La devoción refiere el momento fundacional de la estatuaria pública acaecido hacia la segunda mitad del siglo XIX, cuando se erigen los primeros monumentos alusivos a la gesta libertadora. Las estatuas de Simón Bolivar, Francisco de Miranda, José Antonio Páez y otros próceres de la independencia van a protagonizar solemnemente los espacios públicos más notorios; especialmente las plazas, parques y edificios administrativos. Figura clave en este proceso es Antonio Guzmán Blanco, “cuyo programa político se basa, precisamente, en una autocracia de aureola cosmopolita, refinada y monumental”[2]. Entre 1870 y 1888, período durante el cual gobernó con breves interrupciones, el Ilustre Americano decretó la ejecución de importantes obras cívicas entre las que se encuentran el monumento ecuestre de El Libertador para la plaza que lleva su nombre[3] en Caracas y la creación del Panteón Nacional[4]. Como parte de este afán de grandeza, el propio Guzmán Blanco encargó la realización de dos estatuas de sí mismo –conocidas popularmente como El Manganzón y El Saludante[5]- que, irónicamente, fueron demolidas por sus detractores.
Joaquín Crespo, primer magistrado de la república entre 1892 y 1898, continuó con la línea de exaltación nacionalista desarrollada por Guzmán Blanco. Durante su período de gobierno se realizó el Monumento a José Félix Rivas[6] (La Victoria, 1892). Igualmente tuvieron lugar los decretos de ejecución de El Arco de la Federación[7] (1895) y la incorporación de nuevas obras al Panteón Nacional como los cenotafios de Francisco de Miranda y José Antonio Sucre, ambos de 1896, y el Monumento a José Gregorio Monagas (1897), entre otros.
Esa procesión heroica se extiende hasta la primera mitad del siglo XX, con singular intensidad en las administraciones de Juan Vicente Gómez (1908-1935) y Marcos Pérez Jiménez (1952-1958), aún considerando las diversas circunstancias en que se produjeron sus respectivas actuaciones. Si bien los tiempos habían cambiado, pasando de la cultura rural a la explosión urbana, el destino político de la nación se mantuvo unido al legado iconográfico de los apóstoles de la gesta independentista.
Encaramados en su pedestal, con el ademán enérgico y la mirada firme, estos héroes de mármol y bronce parecían exigir la misma reverencia que los padres reclaman de sus hijos. En este sentido destacan sendos monumentos consagrados a la Batalla de Carabobo; uno de ellos emplazado en El Paraíso[8], Caracas, y el otro ubicado en el propio lugar donde aconteció el hecho[9]. Se trata de dos conjuntos escultóricos de una exaltada vitalidad, donde los cuerpos, las armas y las bestias conforman una masa compacta y legendaria. También abundan las alegorías patrias como las planteadas por Enesto Maragall en la Fuente Venezuela (Caracas, 1953) y el Monumento a los Próceres (1954). Sin embargo, lo novedoso durante este período lo constituyen las preocupaciones “criollistas” de Francisco Narváez y las búsquedas “indigenistas” de Alejandro Colina, abriendo una vertiente reivindicativa de carácter étnico que trae nuevos héroes a la escena pública: Tiuna, Caricuao, Guacamaya, Yaracuy, María Lionza y La Negra Matea, entre otros.
En apretada síntesis, la devoción por las estatuas ha ocupado una larga etapa de la vida republicana, alcanzando incluso el momento cenital de la quimera moderna. Además de objetos de memoria han funcionado como modelos de cohesión y autoridad en torno al estado-nación, demarcando los parámetros y valores que han regido, aún en medio de drásticos desplazamientos, los proyectos políticos de turno. Aún cuando las fórmulas estéticas y discursivas de la escultura cívica tradicional se han tornado cada vez más extemporáneas a contrapelo de los procesos de renovación sufridos por el arte tridimensional durante el siglo pasado, el gobierno nacional ha seguido encargando y haciendo estatuas de sus héroes “como si el futuro no existiera”.
El desdén
Hacia los años sesenta del siglo XX, con el advenimiento de la democracia y la progresiva instauración urbana de las producciones constructivas y cinéticas, sobreviene el desdén ante la cultura del monumento. El arte público conquista una nueva escala, dejando atrás las fórmulas académicas del arte decimonónico, buscando conectarse con un futuro prometedor, basado en las posibilidades que brindan la ciencia y la tecnología. La indiferencia empieza a corroer la antigua devoción por los monumentos, a la cual se suma la desidia por los símbolos patrios y otras formas de identificación nacionalistas. La memoria representa un atavismo insostenible en esa búsqueda de un porvenir que se esconde tras una quimera de formas puras y ritmos vertiginosos.
Esta situación trae consigo la disminución de la producción de monumentos y, en contraste, se manifiesta un incremento de la creación de obras destinadas a la ambientación arquitectónica y urbana, desprovistas de cualquier impulso alegórico, anecdótico o conmemorativo. Paralelamente se registra el ascenso avasallante de la estética publicitaria; las grandes vallas y los anuncios lumínicos capitalizan el paisaje urbano, reemplazando la cultura de la memoria por la del consumo instantáneo. De esta manera las estatuas quedan relegadas a la “invisibilidad” entre las moles de concreto, el asfalto y los automóviles, cual fantasmas detenidos bajo pátinas de polvo y hollín.
En resumidas cuentas, durante las primeras décadas de la etapa democrática, los partidos y el capital sustituyeron la devoción a las estatuas por los ídolos mediáticos. Nuevos héroes de apariencia cosmética invadieron los espacios públicos con prometedoras ofertas de bienestar y confort. Entre tanto, la indiferencia se fue apoderando de las estatuas, cuyo letargo se vio ocasionalmente interrumpido por la modesta realización de algún busto o relieve, de tal o cual sujeto, en ocasión de alguna celebración más menos trascendente.
El asedio
A fines de los noventa, cuando la modernización vernácula alcanza su frustración más evidente, se plantea una re-orientación del proyecto nacional, sustentado, entre otras cosas, por una nueva visión de la campaña independentista y la invocación a un momento aún más recóndito alusivo a la resistencia indígena. Esta vez, algunas estatuas vuelven a significar - por ejemplo las de Bolívar y Esequiel Zamora - mientras otras, especialmente el Monumento a Cristóbal Colón en el Golfo Triste de Rafael de la Coba, son atacadas como modelo de dominación y genocidio[10]. Al tiempo que Guaicaipuro entra simbólicamente al Panteón Nacional y la estatua llamada Conjuro Caricuao (1967) de Alejandro Colina es restaurada[11], los bustos del sumo pontífice Juan Pablo II (1985) y del insigne médico José María Vargas, ambos en Caracas, desaparecen de su emplazamiento[12].
La hostilidad desatada contra los monumentos escultóricos también se extiende a otras ciudades del país. En Valencia el Monumento a Páez es bajado de su pedestal y es hurtado uno de los cuatro cóndores de bronce que acompañaban el conjunto escultórico erigido en honor a El Libertador en 1889[13]. En Puerto la Cruz otra estatua de Cristóbal Colón (1953) desapareció desde el año 2001, fecha en la cual fue demolida la plaza identificada con su nombre[14].
El asedio a las estatuas, claro está, no se basa únicamente en un replanteamiento de su significación ideológica; también forman parte de esta embestida, como ya hemos indicado, el vandalismo y el deterioro físico por falta de conservación y vigilancia. En todo caso, a nivel público se plantean tres hipótesis para explicar este fenómeno. La primera de ellas presupone la emergencia de una suerte de iconoclasia programada, destinada a la destrucción de la imaginería del pasado. La segunda es la tesis del maleficio, cuyo núcleo radicaría en torno a la caída de la estatua de María Lionza como un signo de castigo[15]. La tercera se refiere a las estatuas como objeto de canalización de la violencia colectiva, sirviendo como receptáculo físico de la violencia.
Aunque estas hipótesis (o la combinación de algunas de ellas) tienen una pertinencia relativa, habría que ubicarlas en un contexto institucional y jurídico contradictorio. Al respecto, basta con señalar los conflictos (y vacíos) de competencia que se han registrado a la hora de encarar el resguardo de ciertos monumentos públicos. Ante estos casos, cuesta discernir a qué ente administrativo le corresponde su protección. En medio de semejante circunstancia, la iconoclasia, la catarsis destructiva y hasta los malos presagios se han precipitado sobre las estatuas como los rayos sobre las antenas.
Paradojas de la memoria
La devoción, el desdén y el asedio son en realidad tres maneras de encarar la memoria, aunque es pertinente anotar que en cada uno de los períodos indicados se pueden registrar indicios que contradicen la tendencia dominante, sobre todo cuando estas se refieren a figuras tan recurrentes como la de Simón Bolívar. Todavía en la etapa devocional, durante el gobierno de Rómulo Gallegos (1947-1948), se registra una intensa polémica en torno al proyecto del Monumento a Bolívar en la cumbre del Ávila (1947) de Alejandro Colina, a propósito de la escala, la ubicación y la desnudez conque es representado El Libertador[16]. En los años ochenta, más o menos en la etapa del desdén, un gran busto de Simón Bolívar elaborado por el escultor español Victorio Macho fue duramente cuestionado por su apariencia “amanerada” e inapropiada colocación, debate que concluyó con su traslado desde la Plaza de los Museos hasta la Plaza Caracas donde se encuentra actualmente[17]. En el año 2005, cuando el asedio a las estatuas se hace inclemente, las autoridades del Municipio Libertador y el Instituto de Patrimonio Cultural[18] instalan una copia del Monumento a María Lionza (1951) en la Autopista Francisco Fajardo de Caracas[19], lugar donde estuvo emplazada la obra original antes de fracturarse[20]. A este gesto le sucede la develación de un busto de José María Vargas en el paseo ubicado en la avenida Bolívar del Distrito Capital, como parte de un plan de recuperación del patrimonio público[21].
En cuales quiera de los casos, nótese sin embargo, la fuerte presencia del estado como patrocinador o promotor de un ideal que se encuentra, según las circunstancias, en un pasado glorioso o en un futuro promisorio. En definitiva, la memoria se construye selectivamente y está sujeta a los imperativos y propósitos de un presente que busca su legitimación en pretéritos idealizados. Pero, ¿a quién y de qué manera le corresponde distinguir entre los pasados deseables y los que no lo son?. Obviamente, hay un vínculo tácito entre memoria y poder, fenómeno que se torna aún más explícito en las múltiples e incesantes batallas simbólicas que tienen lugar en torno a la cultura del monumento.
Caracas, diciembre de 2004 - marzo de 2005
*Publicado en la Revista Venezolana de Ciencias Sociales. Universidad Central de Venezuela. Caracas: Mayo-agosto de 2005 pp. 257
[1] Huyssen, Andreas. En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización. Fondo de Cultura Económica. México, 2002. P. 7
[2] Guevara, Roberto. Arte para una nueva escala. La Huella, Caracas, diciembre de 1978. P. 19
[3] La estatua ecuestre de Simón Bolívar fue decretada en 1872 y realizada en bronce por Adamo Tadolini en 1874, según el modelo de una similar erigida en la Plaza de la Constitución de Lima
[4] La creación del Panteón Nacional data de 1874. En este recinto se resguardan los restos de insignes personajes, así como un importante núcleo de efigies escultóricas de los fundadores de la nación
[5] Las estatuas de Guzmán Blanco –una ecuestre (El Saludante) y otra pedestre (El Manganzón)- fueron concebidas por el escultor Joseph Alexis Bailly en 1875 y derribadas en 1878. Las piezas fueron realizadas en bronce y se ubicaban, respectivamente, en la Avenida Universidad y El Calvario, Caracas.
[6] Obra en bronce del escultor Eloy Palacios
[7] El Arco de la Federación es obra del arquitecto Alejandro Chataing con relieves y esculturas del italiano Emilio Gariboldi
[8] El Monumento a Carabobo (1911), también conocido como La India del Paraíso es obra de Eloy Palacios
[9] El Monumento a la Batalla de Carabobo (1921-1928). En este proyecto trabajaron los escultores Lorenzo González, Pedro Basalo y Antonio Rodríguez del Villar.
[10] Cfr. “Cristóbal Colón cogió piso”. Últimas Noticias. Caracas, miércoles 13 de octubre de 2004 p.p. 1y 2. Ver también: “El día de la resistencia terminó con el robo de la estatua de Colón”. El Nacional. Caracas, miércoles 13 de octubre de 2004. P B-10.
[11] Cfr. “Restauran Indio de Caricuao”. El Universal. Caracas, sábado 5 de abril de 2003. P 2-6.
[12] Cfr. “Una Caracas mutilada liquida sus memorias”. El Nacional. Caracas, martes 26 de octubre de 2004. P B-10.
[13] Cfr. “Desvalijaron monumento del Libertador en Valencia”. El Nacional. Caracas, sábado 19 de febrero de 2005. P. B-23.
[14]Cfr. “Paseo sin monumento”. El Nacional. Caracas, miércoles 13 de octubre de 2004. P B-10
[15] Cfr. “Colapso de María Lionza es un mal presagio”. El Mundo. Caracas, lunes 7 de junio de 2004. P 23
“La pava de María Lionza”. Lectura Tangente. Suplemento del diario Notitarde. Valencia, domingo 13 de junio de 2004. P. 7/29.
[16] Cfr. Esteba-Grillet, Roldán. “Bolivar versus Macho”. En, Para una crítica del gusto en Venezuela. Fundarte. Caracas, 1992. Pp. 159-174
[17] Idem
[18] El Instituto del Patrimonio Cultural (IPC) se crea 1993 como ente rector de las políticas de conservación y protección de los bienes de interés cultural de la nación.
[19] Cfr. “Sorprenden con réplica de María Lionza”. El Universal. Caracas, domingo 16 de enero de 2005.p 2-24. “A ´lo macho´ volvió la diosa”. Últimas Noticias. CaracasDomingo 16 de nero de 2005 pp. 1 y 3
“Por sorpresa instalaron réplica de María Lionza”. El Nacional. Caracas, domingo 16 de enero de 2005 p B-15
[20] Ya en 1973 se habían reportado grietas en la superficie y corrosión de la estructura de hierro. En las décadas posteriores se producen intentos infructuosos tendientes a su restauración o traslado para evitar que avance el deterioro. En el 2004, mientras Fundapatrimonio y la UCV se disputan los derechos sobre la obra, esta se fractura en dos partes. Cfr. “Diosa en movimiento”. El Universal. Caracas, domingo 20 de junio de 2004. P 2-23.
[21] Cfr. “Invertirán Bs 1,5 millardos en el Parque Vargas”. El Nacional. Caracas, sábado 26 de febrero de 2005. P B-22
para proveer aquello que no logró brindar el futuro (...)”[1]
Andreas Huyssen
La cultura actual se debate entre un presente cada vez más fugaz e insatisfactorio y un futuro sin perspectivas asibles. Sólo la mitificación del pasado o la vuelta a pretéritos políticamente convenientes aparece como una opción que se pasea entre la nostalgia y la redención. La recuperación del pasado, afirman los teóricos de la compensación (Hermann Lube, Odo Marquard), permite canalizar los múltiples malestares que sobresaltan a la sociedad contemporánea. Sin embargo, estas expectativas no siempre tienden al mismo desenlace, sobre todo en aquellas naciones donde se está operando una drástica revisión axiológica que alcanza tanto los aspectos historiográficos como los valores, los símbolos y las imágenes que solían distinguirla. El caso venezolano presenta una situación singular, incrementada por los cambios que se han producido en los últimos años en la configuración del panorama político y social del país y su impacto sobre los modelos de representación colectivos.
Uno de los ámbitos donde se manifiestan estos cambios es el relativo a la escultura pública, particularmente los monumentos conmemorativos que se yerguen en el escenario urbano. Si en el pasado las estatuas eran un lugar de memoria, destinado a resaltar los hechos históricos y la ejemplaridad de los héroes, en la actualidad se han transformado en objetos de controversia y, en casos extremos, blanco de acciones hostiles. La disputa va desde los problemas de deterioro motivados por falta de conservación hasta cuestiones vinculadas a la relectura ideológica del significado de tal o cual personaje o hecho, pasando por la repudiable proliferación de hechos vandálicos perpetrados sin otro motivo que el lucro material.
De manera que, entre nosotros, la idea del monumento está asociada con tres grandes desplazamientos de la sensibilidad colectiva respecto a la memoria; a saber; la devoción, el desdén y el asedio. Estas nociones pueden ser entendidas como el correlativo metafórico de modelos comportamentales más o menos arraigados en el imaginario local. Como veremos más adelante es posible vislumbrar algunos paralelismos históricos entre estas conductas y el momento de su aparición, sin que ello suponga una respuesta homogénea o única ante los distintos desafíos que representa el uso y protección del patrimonio.
La devoción
La devoción refiere el momento fundacional de la estatuaria pública acaecido hacia la segunda mitad del siglo XIX, cuando se erigen los primeros monumentos alusivos a la gesta libertadora. Las estatuas de Simón Bolivar, Francisco de Miranda, José Antonio Páez y otros próceres de la independencia van a protagonizar solemnemente los espacios públicos más notorios; especialmente las plazas, parques y edificios administrativos. Figura clave en este proceso es Antonio Guzmán Blanco, “cuyo programa político se basa, precisamente, en una autocracia de aureola cosmopolita, refinada y monumental”[2]. Entre 1870 y 1888, período durante el cual gobernó con breves interrupciones, el Ilustre Americano decretó la ejecución de importantes obras cívicas entre las que se encuentran el monumento ecuestre de El Libertador para la plaza que lleva su nombre[3] en Caracas y la creación del Panteón Nacional[4]. Como parte de este afán de grandeza, el propio Guzmán Blanco encargó la realización de dos estatuas de sí mismo –conocidas popularmente como El Manganzón y El Saludante[5]- que, irónicamente, fueron demolidas por sus detractores.
Joaquín Crespo, primer magistrado de la república entre 1892 y 1898, continuó con la línea de exaltación nacionalista desarrollada por Guzmán Blanco. Durante su período de gobierno se realizó el Monumento a José Félix Rivas[6] (La Victoria, 1892). Igualmente tuvieron lugar los decretos de ejecución de El Arco de la Federación[7] (1895) y la incorporación de nuevas obras al Panteón Nacional como los cenotafios de Francisco de Miranda y José Antonio Sucre, ambos de 1896, y el Monumento a José Gregorio Monagas (1897), entre otros.
Esa procesión heroica se extiende hasta la primera mitad del siglo XX, con singular intensidad en las administraciones de Juan Vicente Gómez (1908-1935) y Marcos Pérez Jiménez (1952-1958), aún considerando las diversas circunstancias en que se produjeron sus respectivas actuaciones. Si bien los tiempos habían cambiado, pasando de la cultura rural a la explosión urbana, el destino político de la nación se mantuvo unido al legado iconográfico de los apóstoles de la gesta independentista.
Encaramados en su pedestal, con el ademán enérgico y la mirada firme, estos héroes de mármol y bronce parecían exigir la misma reverencia que los padres reclaman de sus hijos. En este sentido destacan sendos monumentos consagrados a la Batalla de Carabobo; uno de ellos emplazado en El Paraíso[8], Caracas, y el otro ubicado en el propio lugar donde aconteció el hecho[9]. Se trata de dos conjuntos escultóricos de una exaltada vitalidad, donde los cuerpos, las armas y las bestias conforman una masa compacta y legendaria. También abundan las alegorías patrias como las planteadas por Enesto Maragall en la Fuente Venezuela (Caracas, 1953) y el Monumento a los Próceres (1954). Sin embargo, lo novedoso durante este período lo constituyen las preocupaciones “criollistas” de Francisco Narváez y las búsquedas “indigenistas” de Alejandro Colina, abriendo una vertiente reivindicativa de carácter étnico que trae nuevos héroes a la escena pública: Tiuna, Caricuao, Guacamaya, Yaracuy, María Lionza y La Negra Matea, entre otros.
En apretada síntesis, la devoción por las estatuas ha ocupado una larga etapa de la vida republicana, alcanzando incluso el momento cenital de la quimera moderna. Además de objetos de memoria han funcionado como modelos de cohesión y autoridad en torno al estado-nación, demarcando los parámetros y valores que han regido, aún en medio de drásticos desplazamientos, los proyectos políticos de turno. Aún cuando las fórmulas estéticas y discursivas de la escultura cívica tradicional se han tornado cada vez más extemporáneas a contrapelo de los procesos de renovación sufridos por el arte tridimensional durante el siglo pasado, el gobierno nacional ha seguido encargando y haciendo estatuas de sus héroes “como si el futuro no existiera”.
El desdén
Hacia los años sesenta del siglo XX, con el advenimiento de la democracia y la progresiva instauración urbana de las producciones constructivas y cinéticas, sobreviene el desdén ante la cultura del monumento. El arte público conquista una nueva escala, dejando atrás las fórmulas académicas del arte decimonónico, buscando conectarse con un futuro prometedor, basado en las posibilidades que brindan la ciencia y la tecnología. La indiferencia empieza a corroer la antigua devoción por los monumentos, a la cual se suma la desidia por los símbolos patrios y otras formas de identificación nacionalistas. La memoria representa un atavismo insostenible en esa búsqueda de un porvenir que se esconde tras una quimera de formas puras y ritmos vertiginosos.
Esta situación trae consigo la disminución de la producción de monumentos y, en contraste, se manifiesta un incremento de la creación de obras destinadas a la ambientación arquitectónica y urbana, desprovistas de cualquier impulso alegórico, anecdótico o conmemorativo. Paralelamente se registra el ascenso avasallante de la estética publicitaria; las grandes vallas y los anuncios lumínicos capitalizan el paisaje urbano, reemplazando la cultura de la memoria por la del consumo instantáneo. De esta manera las estatuas quedan relegadas a la “invisibilidad” entre las moles de concreto, el asfalto y los automóviles, cual fantasmas detenidos bajo pátinas de polvo y hollín.
En resumidas cuentas, durante las primeras décadas de la etapa democrática, los partidos y el capital sustituyeron la devoción a las estatuas por los ídolos mediáticos. Nuevos héroes de apariencia cosmética invadieron los espacios públicos con prometedoras ofertas de bienestar y confort. Entre tanto, la indiferencia se fue apoderando de las estatuas, cuyo letargo se vio ocasionalmente interrumpido por la modesta realización de algún busto o relieve, de tal o cual sujeto, en ocasión de alguna celebración más menos trascendente.
El asedio
A fines de los noventa, cuando la modernización vernácula alcanza su frustración más evidente, se plantea una re-orientación del proyecto nacional, sustentado, entre otras cosas, por una nueva visión de la campaña independentista y la invocación a un momento aún más recóndito alusivo a la resistencia indígena. Esta vez, algunas estatuas vuelven a significar - por ejemplo las de Bolívar y Esequiel Zamora - mientras otras, especialmente el Monumento a Cristóbal Colón en el Golfo Triste de Rafael de la Coba, son atacadas como modelo de dominación y genocidio[10]. Al tiempo que Guaicaipuro entra simbólicamente al Panteón Nacional y la estatua llamada Conjuro Caricuao (1967) de Alejandro Colina es restaurada[11], los bustos del sumo pontífice Juan Pablo II (1985) y del insigne médico José María Vargas, ambos en Caracas, desaparecen de su emplazamiento[12].
La hostilidad desatada contra los monumentos escultóricos también se extiende a otras ciudades del país. En Valencia el Monumento a Páez es bajado de su pedestal y es hurtado uno de los cuatro cóndores de bronce que acompañaban el conjunto escultórico erigido en honor a El Libertador en 1889[13]. En Puerto la Cruz otra estatua de Cristóbal Colón (1953) desapareció desde el año 2001, fecha en la cual fue demolida la plaza identificada con su nombre[14].
El asedio a las estatuas, claro está, no se basa únicamente en un replanteamiento de su significación ideológica; también forman parte de esta embestida, como ya hemos indicado, el vandalismo y el deterioro físico por falta de conservación y vigilancia. En todo caso, a nivel público se plantean tres hipótesis para explicar este fenómeno. La primera de ellas presupone la emergencia de una suerte de iconoclasia programada, destinada a la destrucción de la imaginería del pasado. La segunda es la tesis del maleficio, cuyo núcleo radicaría en torno a la caída de la estatua de María Lionza como un signo de castigo[15]. La tercera se refiere a las estatuas como objeto de canalización de la violencia colectiva, sirviendo como receptáculo físico de la violencia.
Aunque estas hipótesis (o la combinación de algunas de ellas) tienen una pertinencia relativa, habría que ubicarlas en un contexto institucional y jurídico contradictorio. Al respecto, basta con señalar los conflictos (y vacíos) de competencia que se han registrado a la hora de encarar el resguardo de ciertos monumentos públicos. Ante estos casos, cuesta discernir a qué ente administrativo le corresponde su protección. En medio de semejante circunstancia, la iconoclasia, la catarsis destructiva y hasta los malos presagios se han precipitado sobre las estatuas como los rayos sobre las antenas.
Paradojas de la memoria
La devoción, el desdén y el asedio son en realidad tres maneras de encarar la memoria, aunque es pertinente anotar que en cada uno de los períodos indicados se pueden registrar indicios que contradicen la tendencia dominante, sobre todo cuando estas se refieren a figuras tan recurrentes como la de Simón Bolívar. Todavía en la etapa devocional, durante el gobierno de Rómulo Gallegos (1947-1948), se registra una intensa polémica en torno al proyecto del Monumento a Bolívar en la cumbre del Ávila (1947) de Alejandro Colina, a propósito de la escala, la ubicación y la desnudez conque es representado El Libertador[16]. En los años ochenta, más o menos en la etapa del desdén, un gran busto de Simón Bolívar elaborado por el escultor español Victorio Macho fue duramente cuestionado por su apariencia “amanerada” e inapropiada colocación, debate que concluyó con su traslado desde la Plaza de los Museos hasta la Plaza Caracas donde se encuentra actualmente[17]. En el año 2005, cuando el asedio a las estatuas se hace inclemente, las autoridades del Municipio Libertador y el Instituto de Patrimonio Cultural[18] instalan una copia del Monumento a María Lionza (1951) en la Autopista Francisco Fajardo de Caracas[19], lugar donde estuvo emplazada la obra original antes de fracturarse[20]. A este gesto le sucede la develación de un busto de José María Vargas en el paseo ubicado en la avenida Bolívar del Distrito Capital, como parte de un plan de recuperación del patrimonio público[21].
En cuales quiera de los casos, nótese sin embargo, la fuerte presencia del estado como patrocinador o promotor de un ideal que se encuentra, según las circunstancias, en un pasado glorioso o en un futuro promisorio. En definitiva, la memoria se construye selectivamente y está sujeta a los imperativos y propósitos de un presente que busca su legitimación en pretéritos idealizados. Pero, ¿a quién y de qué manera le corresponde distinguir entre los pasados deseables y los que no lo son?. Obviamente, hay un vínculo tácito entre memoria y poder, fenómeno que se torna aún más explícito en las múltiples e incesantes batallas simbólicas que tienen lugar en torno a la cultura del monumento.
Caracas, diciembre de 2004 - marzo de 2005
*Publicado en la Revista Venezolana de Ciencias Sociales. Universidad Central de Venezuela. Caracas: Mayo-agosto de 2005 pp. 257
[1] Huyssen, Andreas. En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización. Fondo de Cultura Económica. México, 2002. P. 7
[2] Guevara, Roberto. Arte para una nueva escala. La Huella, Caracas, diciembre de 1978. P. 19
[3] La estatua ecuestre de Simón Bolívar fue decretada en 1872 y realizada en bronce por Adamo Tadolini en 1874, según el modelo de una similar erigida en la Plaza de la Constitución de Lima
[4] La creación del Panteón Nacional data de 1874. En este recinto se resguardan los restos de insignes personajes, así como un importante núcleo de efigies escultóricas de los fundadores de la nación
[5] Las estatuas de Guzmán Blanco –una ecuestre (El Saludante) y otra pedestre (El Manganzón)- fueron concebidas por el escultor Joseph Alexis Bailly en 1875 y derribadas en 1878. Las piezas fueron realizadas en bronce y se ubicaban, respectivamente, en la Avenida Universidad y El Calvario, Caracas.
[6] Obra en bronce del escultor Eloy Palacios
[7] El Arco de la Federación es obra del arquitecto Alejandro Chataing con relieves y esculturas del italiano Emilio Gariboldi
[8] El Monumento a Carabobo (1911), también conocido como La India del Paraíso es obra de Eloy Palacios
[9] El Monumento a la Batalla de Carabobo (1921-1928). En este proyecto trabajaron los escultores Lorenzo González, Pedro Basalo y Antonio Rodríguez del Villar.
[10] Cfr. “Cristóbal Colón cogió piso”. Últimas Noticias. Caracas, miércoles 13 de octubre de 2004 p.p. 1y 2. Ver también: “El día de la resistencia terminó con el robo de la estatua de Colón”. El Nacional. Caracas, miércoles 13 de octubre de 2004. P B-10.
[11] Cfr. “Restauran Indio de Caricuao”. El Universal. Caracas, sábado 5 de abril de 2003. P 2-6.
[12] Cfr. “Una Caracas mutilada liquida sus memorias”. El Nacional. Caracas, martes 26 de octubre de 2004. P B-10.
[13] Cfr. “Desvalijaron monumento del Libertador en Valencia”. El Nacional. Caracas, sábado 19 de febrero de 2005. P. B-23.
[14]Cfr. “Paseo sin monumento”. El Nacional. Caracas, miércoles 13 de octubre de 2004. P B-10
[15] Cfr. “Colapso de María Lionza es un mal presagio”. El Mundo. Caracas, lunes 7 de junio de 2004. P 23
“La pava de María Lionza”. Lectura Tangente. Suplemento del diario Notitarde. Valencia, domingo 13 de junio de 2004. P. 7/29.
[16] Cfr. Esteba-Grillet, Roldán. “Bolivar versus Macho”. En, Para una crítica del gusto en Venezuela. Fundarte. Caracas, 1992. Pp. 159-174
[17] Idem
[18] El Instituto del Patrimonio Cultural (IPC) se crea 1993 como ente rector de las políticas de conservación y protección de los bienes de interés cultural de la nación.
[19] Cfr. “Sorprenden con réplica de María Lionza”. El Universal. Caracas, domingo 16 de enero de 2005.p 2-24. “A ´lo macho´ volvió la diosa”. Últimas Noticias. CaracasDomingo 16 de nero de 2005 pp. 1 y 3
“Por sorpresa instalaron réplica de María Lionza”. El Nacional. Caracas, domingo 16 de enero de 2005 p B-15
[20] Ya en 1973 se habían reportado grietas en la superficie y corrosión de la estructura de hierro. En las décadas posteriores se producen intentos infructuosos tendientes a su restauración o traslado para evitar que avance el deterioro. En el 2004, mientras Fundapatrimonio y la UCV se disputan los derechos sobre la obra, esta se fractura en dos partes. Cfr. “Diosa en movimiento”. El Universal. Caracas, domingo 20 de junio de 2004. P 2-23.
[21] Cfr. “Invertirán Bs 1,5 millardos en el Parque Vargas”. El Nacional. Caracas, sábado 26 de febrero de 2005. P B-22