sábado, 13 de septiembre de 2008

Usos políticos de la memoria. Devoción, desdén y asedio de las estatuas*

“(...) en la actualidad el pasado es evocado
para proveer aquello que no logró brindar el futuro (...)”
[1]
Andreas Huyssen

La cultura actual se debate entre un presente cada vez más fugaz e insatisfactorio y un futuro sin perspectivas asibles. Sólo la mitificación del pasado o la vuelta a pretéritos políticamente convenientes aparece como una opción que se pasea entre la nostalgia y la redención. La recuperación del pasado, afirman los teóricos de la compensación (Hermann Lube, Odo Marquard), permite canalizar los múltiples malestares que sobresaltan a la sociedad contemporánea. Sin embargo, estas expectativas no siempre tienden al mismo desenlace, sobre todo en aquellas naciones donde se está operando una drástica revisión axiológica que alcanza tanto los aspectos historiográficos como los valores, los símbolos y las imágenes que solían distinguirla. El caso venezolano presenta una situación singular, incrementada por los cambios que se han producido en los últimos años en la configuración del panorama político y social del país y su impacto sobre los modelos de representación colectivos.

Uno de los ámbitos donde se manifiestan estos cambios es el relativo a la escultura pública, particularmente los monumentos conmemorativos que se yerguen en el escenario urbano. Si en el pasado las estatuas eran un lugar de memoria, destinado a resaltar los hechos históricos y la ejemplaridad de los héroes, en la actualidad se han transformado en objetos de controversia y, en casos extremos, blanco de acciones hostiles. La disputa va desde los problemas de deterioro motivados por falta de conservación hasta cuestiones vinculadas a la relectura ideológica del significado de tal o cual personaje o hecho, pasando por la repudiable proliferación de hechos vandálicos perpetrados sin otro motivo que el lucro material.

De manera que, entre nosotros, la idea del monumento está asociada con tres grandes desplazamientos de la sensibilidad colectiva respecto a la memoria; a saber; la devoción, el desdén y el asedio. Estas nociones pueden ser entendidas como el correlativo metafórico de modelos comportamentales más o menos arraigados en el imaginario local. Como veremos más adelante es posible vislumbrar algunos paralelismos históricos entre estas conductas y el momento de su aparición, sin que ello suponga una respuesta homogénea o única ante los distintos desafíos que representa el uso y protección del patrimonio.

La devoción

La devoción refiere el momento fundacional de la estatuaria pública acaecido hacia la segunda mitad del siglo XIX, cuando se erigen los primeros monumentos alusivos a la gesta libertadora. Las estatuas de Simón Bolivar, Francisco de Miranda, José Antonio Páez y otros próceres de la independencia van a protagonizar solemnemente los espacios públicos más notorios; especialmente las plazas, parques y edificios administrativos. Figura clave en este proceso es Antonio Guzmán Blanco, “cuyo programa político se basa, precisamente, en una autocracia de aureola cosmopolita, refinada y monumental”[2]. Entre 1870 y 1888, período durante el cual gobernó con breves interrupciones, el Ilustre Americano decretó la ejecución de importantes obras cívicas entre las que se encuentran el monumento ecuestre de El Libertador para la plaza que lleva su nombre[3] en Caracas y la creación del Panteón Nacional[4]. Como parte de este afán de grandeza, el propio Guzmán Blanco encargó la realización de dos estatuas de sí mismo –conocidas popularmente como El Manganzón y El Saludante[5]- que, irónicamente, fueron demolidas por sus detractores.

Joaquín Crespo, primer magistrado de la república entre 1892 y 1898, continuó con la línea de exaltación nacionalista desarrollada por Guzmán Blanco. Durante su período de gobierno se realizó el Monumento a José Félix Rivas[6] (La Victoria, 1892). Igualmente tuvieron lugar los decretos de ejecución de El Arco de la Federación[7] (1895) y la incorporación de nuevas obras al Panteón Nacional como los cenotafios de Francisco de Miranda y José Antonio Sucre, ambos de 1896, y el Monumento a José Gregorio Monagas (1897), entre otros.

Esa procesión heroica se extiende hasta la primera mitad del siglo XX, con singular intensidad en las administraciones de Juan Vicente Gómez (1908-1935) y Marcos Pérez Jiménez (1952-1958), aún considerando las diversas circunstancias en que se produjeron sus respectivas actuaciones. Si bien los tiempos habían cambiado, pasando de la cultura rural a la explosión urbana, el destino político de la nación se mantuvo unido al legado iconográfico de los apóstoles de la gesta independentista.

Encaramados en su pedestal, con el ademán enérgico y la mirada firme, estos héroes de mármol y bronce parecían exigir la misma reverencia que los padres reclaman de sus hijos. En este sentido destacan sendos monumentos consagrados a la Batalla de Carabobo; uno de ellos emplazado en El Paraíso[8], Caracas, y el otro ubicado en el propio lugar donde aconteció el hecho[9]. Se trata de dos conjuntos escultóricos de una exaltada vitalidad, donde los cuerpos, las armas y las bestias conforman una masa compacta y legendaria. También abundan las alegorías patrias como las planteadas por Enesto Maragall en la Fuente Venezuela (Caracas, 1953) y el Monumento a los Próceres (1954). Sin embargo, lo novedoso durante este período lo constituyen las preocupaciones “criollistas” de Francisco Narváez y las búsquedas “indigenistas” de Alejandro Colina, abriendo una vertiente reivindicativa de carácter étnico que trae nuevos héroes a la escena pública: Tiuna, Caricuao, Guacamaya, Yaracuy, María Lionza y La Negra Matea, entre otros.

En apretada síntesis, la devoción por las estatuas ha ocupado una larga etapa de la vida republicana, alcanzando incluso el momento cenital de la quimera moderna. Además de objetos de memoria han funcionado como modelos de cohesión y autoridad en torno al estado-nación, demarcando los parámetros y valores que han regido, aún en medio de drásticos desplazamientos, los proyectos políticos de turno. Aún cuando las fórmulas estéticas y discursivas de la escultura cívica tradicional se han tornado cada vez más extemporáneas a contrapelo de los procesos de renovación sufridos por el arte tridimensional durante el siglo pasado, el gobierno nacional ha seguido encargando y haciendo estatuas de sus héroes “como si el futuro no existiera”.

El desdén

Hacia los años sesenta del siglo XX, con el advenimiento de la democracia y la progresiva instauración urbana de las producciones constructivas y cinéticas, sobreviene el desdén ante la cultura del monumento. El arte público conquista una nueva escala, dejando atrás las fórmulas académicas del arte decimonónico, buscando conectarse con un futuro prometedor, basado en las posibilidades que brindan la ciencia y la tecnología. La indiferencia empieza a corroer la antigua devoción por los monumentos, a la cual se suma la desidia por los símbolos patrios y otras formas de identificación nacionalistas. La memoria representa un atavismo insostenible en esa búsqueda de un porvenir que se esconde tras una quimera de formas puras y ritmos vertiginosos.

Esta situación trae consigo la disminución de la producción de monumentos y, en contraste, se manifiesta un incremento de la creación de obras destinadas a la ambientación arquitectónica y urbana, desprovistas de cualquier impulso alegórico, anecdótico o conmemorativo. Paralelamente se registra el ascenso avasallante de la estética publicitaria; las grandes vallas y los anuncios lumínicos capitalizan el paisaje urbano, reemplazando la cultura de la memoria por la del consumo instantáneo. De esta manera las estatuas quedan relegadas a la “invisibilidad” entre las moles de concreto, el asfalto y los automóviles, cual fantasmas detenidos bajo pátinas de polvo y hollín.

En resumidas cuentas, durante las primeras décadas de la etapa democrática, los partidos y el capital sustituyeron la devoción a las estatuas por los ídolos mediáticos. Nuevos héroes de apariencia cosmética invadieron los espacios públicos con prometedoras ofertas de bienestar y confort. Entre tanto, la indiferencia se fue apoderando de las estatuas, cuyo letargo se vio ocasionalmente interrumpido por la modesta realización de algún busto o relieve, de tal o cual sujeto, en ocasión de alguna celebración más menos trascendente.

El asedio

A fines de los noventa, cuando la modernización vernácula alcanza su frustración más evidente, se plantea una re-orientación del proyecto nacional, sustentado, entre otras cosas, por una nueva visión de la campaña independentista y la invocación a un momento aún más recóndito alusivo a la resistencia indígena. Esta vez, algunas estatuas vuelven a significar - por ejemplo las de Bolívar y Esequiel Zamora - mientras otras, especialmente el Monumento a Cristóbal Colón en el Golfo Triste de Rafael de la Coba, son atacadas como modelo de dominación y genocidio[10]. Al tiempo que Guaicaipuro entra simbólicamente al Panteón Nacional y la estatua llamada Conjuro Caricuao (1967) de Alejandro Colina es restaurada[11], los bustos del sumo pontífice Juan Pablo II (1985) y del insigne médico José María Vargas, ambos en Caracas, desaparecen de su emplazamiento[12].

La hostilidad desatada contra los monumentos escultóricos también se extiende a otras ciudades del país. En Valencia el Monumento a Páez es bajado de su pedestal y es hurtado uno de los cuatro cóndores de bronce que acompañaban el conjunto escultórico erigido en honor a El Libertador en 1889[13]. En Puerto la Cruz otra estatua de Cristóbal Colón (1953) desapareció desde el año 2001, fecha en la cual fue demolida la plaza identificada con su nombre[14].

El asedio a las estatuas, claro está, no se basa únicamente en un replanteamiento de su significación ideológica; también forman parte de esta embestida, como ya hemos indicado, el vandalismo y el deterioro físico por falta de conservación y vigilancia. En todo caso, a nivel público se plantean tres hipótesis para explicar este fenómeno. La primera de ellas presupone la emergencia de una suerte de iconoclasia programada, destinada a la destrucción de la imaginería del pasado. La segunda es la tesis del maleficio, cuyo núcleo radicaría en torno a la caída de la estatua de María Lionza como un signo de castigo[15]. La tercera se refiere a las estatuas como objeto de canalización de la violencia colectiva, sirviendo como receptáculo físico de la violencia.

Aunque estas hipótesis (o la combinación de algunas de ellas) tienen una pertinencia relativa, habría que ubicarlas en un contexto institucional y jurídico contradictorio. Al respecto, basta con señalar los conflictos (y vacíos) de competencia que se han registrado a la hora de encarar el resguardo de ciertos monumentos públicos. Ante estos casos, cuesta discernir a qué ente administrativo le corresponde su protección. En medio de semejante circunstancia, la iconoclasia, la catarsis destructiva y hasta los malos presagios se han precipitado sobre las estatuas como los rayos sobre las antenas.

Paradojas de la memoria

La devoción, el desdén y el asedio son en realidad tres maneras de encarar la memoria, aunque es pertinente anotar que en cada uno de los períodos indicados se pueden registrar indicios que contradicen la tendencia dominante, sobre todo cuando estas se refieren a figuras tan recurrentes como la de Simón Bolívar. Todavía en la etapa devocional, durante el gobierno de Rómulo Gallegos (1947-1948), se registra una intensa polémica en torno al proyecto del Monumento a Bolívar en la cumbre del Ávila (1947) de Alejandro Colina, a propósito de la escala, la ubicación y la desnudez conque es representado El Libertador[16]. En los años ochenta, más o menos en la etapa del desdén, un gran busto de Simón Bolívar elaborado por el escultor español Victorio Macho fue duramente cuestionado por su apariencia “amanerada” e inapropiada colocación, debate que concluyó con su traslado desde la Plaza de los Museos hasta la Plaza Caracas donde se encuentra actualmente[17]. En el año 2005, cuando el asedio a las estatuas se hace inclemente, las autoridades del Municipio Libertador y el Instituto de Patrimonio Cultural[18] instalan una copia del Monumento a María Lionza (1951) en la Autopista Francisco Fajardo de Caracas[19], lugar donde estuvo emplazada la obra original antes de fracturarse[20]. A este gesto le sucede la develación de un busto de José María Vargas en el paseo ubicado en la avenida Bolívar del Distrito Capital, como parte de un plan de recuperación del patrimonio público[21].

En cuales quiera de los casos, nótese sin embargo, la fuerte presencia del estado como patrocinador o promotor de un ideal que se encuentra, según las circunstancias, en un pasado glorioso o en un futuro promisorio. En definitiva, la memoria se construye selectivamente y está sujeta a los imperativos y propósitos de un presente que busca su legitimación en pretéritos idealizados. Pero, ¿a quién y de qué manera le corresponde distinguir entre los pasados deseables y los que no lo son?. Obviamente, hay un vínculo tácito entre memoria y poder, fenómeno que se torna aún más explícito en las múltiples e incesantes batallas simbólicas que tienen lugar en torno a la cultura del monumento.

Caracas, diciembre de 2004 - marzo de 2005
*Publicado en la Revista Venezolana de Ciencias Sociales. Universidad Central de Venezuela. Caracas: Mayo-agosto de 2005 pp. 257

[1] Huyssen, Andreas. En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización. Fondo de Cultura Económica. México, 2002. P. 7
[2] Guevara, Roberto. Arte para una nueva escala. La Huella, Caracas, diciembre de 1978. P. 19
[3] La estatua ecuestre de Simón Bolívar fue decretada en 1872 y realizada en bronce por Adamo Tadolini en 1874, según el modelo de una similar erigida en la Plaza de la Constitución de Lima
[4] La creación del Panteón Nacional data de 1874. En este recinto se resguardan los restos de insignes personajes, así como un importante núcleo de efigies escultóricas de los fundadores de la nación
[5] Las estatuas de Guzmán Blanco –una ecuestre (El Saludante) y otra pedestre (El Manganzón)- fueron concebidas por el escultor Joseph Alexis Bailly en 1875 y derribadas en 1878. Las piezas fueron realizadas en bronce y se ubicaban, respectivamente, en la Avenida Universidad y El Calvario, Caracas.
[6] Obra en bronce del escultor Eloy Palacios
[7] El Arco de la Federación es obra del arquitecto Alejandro Chataing con relieves y esculturas del italiano Emilio Gariboldi
[8] El Monumento a Carabobo (1911), también conocido como La India del Paraíso es obra de Eloy Palacios
[9] El Monumento a la Batalla de Carabobo (1921-1928). En este proyecto trabajaron los escultores Lorenzo González, Pedro Basalo y Antonio Rodríguez del Villar.
[10] Cfr. “Cristóbal Colón cogió piso”. Últimas Noticias. Caracas, miércoles 13 de octubre de 2004 p.p. 1y 2. Ver también: “El día de la resistencia terminó con el robo de la estatua de Colón”. El Nacional. Caracas, miércoles 13 de octubre de 2004. P B-10.
[11] Cfr. “Restauran Indio de Caricuao”. El Universal. Caracas, sábado 5 de abril de 2003. P 2-6.
[12] Cfr. “Una Caracas mutilada liquida sus memorias”. El Nacional. Caracas, martes 26 de octubre de 2004. P B-10.
[13] Cfr. “Desvalijaron monumento del Libertador en Valencia”. El Nacional. Caracas, sábado 19 de febrero de 2005. P. B-23.
[14]Cfr. “Paseo sin monumento”. El Nacional. Caracas, miércoles 13 de octubre de 2004. P B-10
[15] Cfr. “Colapso de María Lionza es un mal presagio”. El Mundo. Caracas, lunes 7 de junio de 2004. P 23
“La pava de María Lionza”. Lectura Tangente. Suplemento del diario Notitarde. Valencia, domingo 13 de junio de 2004. P. 7/29.
[16] Cfr. Esteba-Grillet, Roldán. “Bolivar versus Macho”. En, Para una crítica del gusto en Venezuela. Fundarte. Caracas, 1992. Pp. 159-174
[17] Idem
[18] El Instituto del Patrimonio Cultural (IPC) se crea 1993 como ente rector de las políticas de conservación y protección de los bienes de interés cultural de la nación.
[19] Cfr. “Sorprenden con réplica de María Lionza”. El Universal. Caracas, domingo 16 de enero de 2005.p 2-24. “A ´lo macho´ volvió la diosa”. Últimas Noticias. CaracasDomingo 16 de nero de 2005 pp. 1 y 3
“Por sorpresa instalaron réplica de María Lionza”. El Nacional. Caracas, domingo 16 de enero de 2005 p B-15
[20] Ya en 1973 se habían reportado grietas en la superficie y corrosión de la estructura de hierro. En las décadas posteriores se producen intentos infructuosos tendientes a su restauración o traslado para evitar que avance el deterioro. En el 2004, mientras Fundapatrimonio y la UCV se disputan los derechos sobre la obra, esta se fractura en dos partes. Cfr. “Diosa en movimiento”. El Universal. Caracas, domingo 20 de junio de 2004. P 2-23.
[21] Cfr. “Invertirán Bs 1,5 millardos en el Parque Vargas”. El Nacional. Caracas, sábado 26 de febrero de 2005. P B-22

De los héroes de bronce a los ídolos publicitarios. Un recorrido por Caracas*

1.-
A partir de 1925, fecha en que la Venezuelan Public Advertising Compani (VEPACO) inicia sus operaciones, la publicidad exterior en Venezuela ha experimentado un importante desarrollo. Desde entonces las compañías especializadas en la fabricación e instalación de vallas no han escatimado esfuerzos para difundir el mensaje publicitario a lo largo y ancho del país. Este proceso se ha visto favorecido por la utilización de sistemas modulares construidos con materiales resistentes y livianos , así como el empleo de técnicas de impresión gráfica cada vez más sofisticadas
[1].

Otro de los recursos destinados a enfatizar la presencia de la publicidad exterior es el uso de dispositivos tridimensionales y el consecuente abandono de la planimetría del aviso tradicional. Los objetos y bienes de consumo sometidos a esta estrategia alcanzan una corporeidad hiperrreal que es reforzada por la monumentalidad, el movimiento y los efectos lumínicos. En medio de una sofocante tranca de automóviles en la autopista, la sed y la impaciencia pueden tomar la forma de una botella de cerveza gigante. Una situación como ésta justifica la estatura alucinante de algunas vallas publicitarias que ofrecen una óptica engrandecida de los artículos en oferta.

Estas innovaciones no sólo han incrementado el impacto propagandístico de la publicidad; también ha modificado la fisionomía visual y estética del entorno público, llegando a desafiar el discreto atractivo de los monumentos artísticos. Basta con salir y atravesar Caracas en cualquier dirección. Se puede caminar o ir en automóvil. Sólo se requiere tener los ojos abiertos para observar el enjambre de vallas y reclamos luminosos que dominan el escenario urbano. Sólo entonces uno se da cuenta que la ciudad se ha convertido en un mercado. Se ha esfumado el encanto de las calles tranquilas y apacibles. Los edificios han perdido sus fachadas y la pirotecnia lumínica desafía los cielos nocturnos. Hasta las estatuas carecen del protagonismo de antaño; ya no recuerdan, ni son el centro de nada. Nadie va a charlar con los héroes de bronce que sobreviven en las plazas y parques de la urbe. Sobre todo porque su muda inmovilidad no puede competir con el parpadeo alucinante de un anuncio publicitario. Las estatuas pueden resistir la intemperie pero son incapaces de contrarrestar la avalancha de símbolos e imágenes comerciales que circulan por doquier.

En lo que a estas consideraciones concierne, es evidente que el problema no siempre radica en la calidad estética de las obras sino en su escaso impacto comunicacional, aspecto que compete a la jurisdicción del mundo publicitario. A diferencia del arte “las vallas publicitarias si son capaces de encontrar emblemas y símbolos actuales que , en un lenguaje casi universal , nos hablan de sueños e ilusiones con una potencia visual realmente eficaz”
[2]. Una ojeada rápida a través de algunos sitios distinguidos de la ciudad puede revelar la notoriedad de estos contrastes.

Entre la redoma de plaza Venezuela -lugar donde pernoctó hasta 1953 el conjunto escultórico Fuente de Ernesto Maragall- y el parque Los Caobos se ubican una fisionomía de Carlos Cruz-Diez, un obra mural de Jesús Soto y una estructura móvil de Alejandro Otero, las cuales compiten desventajosamente con los anuncios lumínicos de las empresas Philips, Polar, El Mundo, Pepsi Cola y Coca Cola. Añádase a este conjunto, la presencia discordante de dos piezas conmemorativas de inconfundible factura académica, dedicadas a Andrés Bello y Cristóbal Colón, respectivamente. En apenas 500 metros cuadrados, la agudeza del conflicto existente entre publicidad y arte también deja ver el enfrentamiento de dos orientaciones artísticas que se amparan postulados divergentes; de un lado el geometrismo y del otro la figuración tradicional.

En la autopista Francisco Fajardo, yendo hacia el este, la silueta de María Lionza es usurpada por la valla lumínica de chocolate Savoy, ubicada al fondo sobre un edificio de la urbanización Bello Monte. Por un momento la voluptuosa figura de la diosa se superpone al gran óvalo rojo, prestando su cuerpo al eslogan “con sabor venezolano”. Siguiendo la misma vía el predominio de la publicidad se torna apabullante en el tramo comprendido entre Las mercedes y Parque del Este donde se vislumbran las vallas de las compañías telefónicas Telcel y Movilnet, la línea aérea American Airline, el whisky Something Special, el restaurante El Arepazo, entre otras.

Esta situación se repite en otras localidades de la ciudad. En plena avenida Francisco de Miranda, una pequeña escultura dedicada al indio Chacao se defiende del azote publicitario, el tráfico y la indiferencia. Para colmo de males, la obra ha sido cubierta con una pátina dorada que en vez de afianzar su presencia en el sitio le resta distinción. Algo semejante sucede con el monumento a José Martí emplazado en una esquina de Chacaito. Mientras la estatua del prócer cubano levanta un brazo para dirigirse a un auditorio de automóviles y transeúntes en constante circulación, al fondo se destaca una pantagruélica valla tridimensional de cigarrillos Belmont que invita al público a compartir “su suavidad”
[3].

A pocos metros de allí, en el bulevar de Chacaito, nos encontramos con otro foco de tensión visual. Esta vez quienes protagonizan el escenario son las vallas lumínicas de Beco, Mac Donald y Montecristo, en tanto que las obras allí emplazadas -un monumento a José Luis Brión, tres módulos realizados por Teresa Casanova y una aparatosa estructura cinética de Jesús Soto- han quedado relegadas a una posición de relativa invisibilidad. Completa el panorama un enjambre de buhoneros que ha hecho de este paseo peatonal un mercado al aire libre, haciendo imposible cualquier maniobra destinada a la contemplación de las obras.

En este recorrido, las diferentes tentativas artísticas que hemos descrito no sólo quedan disminuidas en escala sino también en presencia visual, mientras el público –según palabras de Marta Traba- “recibe estas obras como adornos decorativos menos comprensibles y útiles que las vallas [pues ellas si] transmiten una comunicación inteligible ”
[4]. En realidad es difícil que estas proposiciones mantengan la motivación sobre quienes esperan con impaciencia un cambio de luz para seguir su camino. Es importante reconocer que bajo la presión de una ciudad hostil el placer de la contemplación es un lujo peligroso. Además, ¿cómo podría competir un volumen de metal coloreado con una fotografía gigantesca de una modelo en traje de baño?

Ahora bien, más que lamentar el ocaso de la estatuaria cívica en Venezuela y de los intentos no siempre felices que han venido ha sustituirla, lo importante es analizar la pérdida de función de esta manifestación y su reemplazo por el discurso publicitario y propagandístico. Contrariamente a la costumbre moderna de incorporar una escultura o un mural a cada nuevo edificio, en Caracas los conjuntos arquitectónicos están cubiertos de letreros e imágenes de gran vistosidad. Lejos de cumplir el sueño de integración de las artes promovido por Carlos Raúl Villanueva, la ciudad se ha transformado en una pantalla comunicacional al servicio del mercado. Es así como los monumentos públicos -obeliscos, estatuas, edificios, ...- ya no organizan los recorridos, ni encarnan el ideal de trascendencia que en otro tiempo tenían, pues en su lugar se encuentran los dispositivos publicitarios.

Para decirlo de otra manera, entre la publicidad y las diferentes modalidades del arte público, hay una diferencia irreductible que supone la oposición entre lo efímero y lo perenne; entre aquello que se afianza en la fugacidad del mensaje y lo que, por el contrario, se plantea como un desafío a la posteridad. Un aviso publicitario está concebido para permanecer sólo el tiempo que dura la oferta; un monumento, en cambio, está hecho para perdurar. En consecuencia, la publicidad busca la sintonía de un presente fugaz, mientras el monumento queda relegado a valores absolutos e inmutables que, poco a poco, van perdiendo su relación con la cotidianeidad.

2.-
Lo cierto es que en esa batalla por conquistar el dominio público se han registrado desplazamientos del arte hacia la publicidad y viceversa. Ejemplos del primer tipo abundan en la historia del arte occidental, desde los afiches de Tolouse Lautrec en el siglo XIX, pasando por las incursiones propagandísticas de la vanguardia rusa principios del siglo XX, hasta las recientes proposiciones de Jeny Holser, Bárbara Kruger, Alfredo Jaar y Félix Gonzáles Torres, todas ellas concebidas para atraer la atención del público citadino. De cierto modo, esta estrategia constituye una manifestación de rechazo frente a la estética tradicional, permitiendo el enriquecimiento de las posibilidades formales y comunicativas del arte.

En Venezuela esta corriente cuenta con algunas iniciativas aisladas entre las cuales podemos citar la obra Intoxicante de Sammy Cucher. La misma fue presentada dentro del marco del I Salón Pirelli de Jóvenes Creadores (MACCSI, 1993) y diseñada para hacer uso de las vallas publicitarias en el Metro de Caracas, específicamente en las estaciones Palo Verde, Parque del Este y El Silencio. No siempre, sin embargo, estos planteamientos van a parar a los espacios urbanos, limitándose a los recintos expositivos tradicionales. En esta situación se encuentran las experiencias del Escuadrón Sudaca, agrupación conformada en 1995 por Alejandro Rebolledo, Joaquín Urbina e Iván Larraguibel, quienes utilizan las vallas como soporte crítico. Sus propuestas intentan “desmantelar las supuestas relaciones lógicas y mercantiles que monta la publicidad con respecto a la venta y comercialización de un artículo”
[5]. Sucede lo mismo con Dama de noche (CCS-10, GAN, 1993), instalación de Eugenio Espinoza, integrada por una estructura monumental de vidrio y una pantalla electrónica desde la cual se proyectan frases, preguntas y títulos de canciones. Tras la anodina sofisticación de estos elementos se esconde una ciudad contradictoria y sin memoria[6]. También Carlos Julio Molina ha incursionado en esta controvertida vertiente del arte actual con su obra La creación (I Salón Pirelli de Jóvenes Artistas , MACSI, 1993). En general, las obras señaladas se apropian de diferentes aspectos del discurso publitario sin traspasar el perímetro de los museos y galerías.

En el plano opuesto, aparecen los creativos de las compañías publicitarias, quienes recurren a recursos e imágenes de la historia del arte para atraer la mirada de sus potenciales consumidores. En este sentido, hasta el mismísimo David de Miguel Angel ha prestado sus pies a la famosa marca de zapatos deportivos Fila. Destino similar han sufrido la Venus de Milo, La Gioconda de Leonardo da Vinci y El pensador de Augusto Rodín en tanto símbolos de estatus y buen gusto al servicio del mercado.

Sin embargo, la contribución del arte a la publicidad ha adquirido un tono cada vez más radical y sistemático en la medida en que el negocio publicitario reclama la participación de los propios artistas. En 1985 Andy Warhol, uno de los representantes más influyentes del pop art en los Estados Unidos, se convierte en el primer artista que trabaja para una campaña promocional de Absolut vodka. Más tarde se incorporan pintores, escultores y diseñadores de moda de diferentes países con el propósito de dar una apariencia siempre renovada a la botella de la reconocida marca de bebida sueca. En ese mismo espíritu se ubican las campañas de Benetton, dirigidas por el fotógrafo italiano Olivero Toscani. Sus propuestas , marcadas por un estilo crudo e impactante, inciden en zonas críticas de la sensibilidad contemporánea como la guerra, el SIDA y la discriminación racial
[7].

En la actualidad, el arte y la publicidad son como los dos extremos de una serpiente que se muerde la cola. La influencia mutua de estas disciplinas refleja el transito hacia una episteme inclusivista y no restrictiva que requiere de la imagen para comunicar. Sin embargo, el punto controversial reside en la manera como el arte y la publicidad usufructúan el espacio público. Bajo este supuesto, el arte urbano se orienta a la decoración de ambientes, mientras la publicidad prevalece como mecanismo de promoción y mercadeo de ofertas comerciales. Esta fisura, es mucho más notable en ciudades afectadas por la falta de planificación y el incumplimiento de las normativas de protección patrimonial. Lejos de favorecer el ordenamiento e identificación de los diferentes sectores urbanos, este fenómeno contribuye a la confusión y el despelote visual
[8].

Caracas, de febrero de 2000
* Publicado en El Papel Literario del diario El Nacional. Caracas: 2000


[1] Cfr. Olivieri, Antonio. Apuntes para la historia de la publicidad en Venezuela. Ediciones Fundación Neumann. Caracas, 1992. P. 46
[2] Maderuelo, Javier. La pérdida del pedestal. Cuadernos del círculo. Círculo de bellas Artes. Madrid, 1994. P. 39
[3] Cfr. Auerbach, Ruth. “Las estatuas de Caracas”. (Fotografías de Federico Fernández). Fondo Editorial Fundarte. Colección El espejo. Caracas, 1994. 261 páginas. Ilustraciones.
[4] Traba, Marta. Venezuela: cómo se forma un plástica hegemónica. Re-vista. Medellín, Colombia, 1978. En, Marta traba. Museo de Arte Moderno de Bogotá. Planeta colombiana. Editorial S.A. Bogotá, Colombia. Octubre de 1984. P. 217.
[5] Cfr. Revista Estilo. Año 8 No. 30 Caracas, abril de 1997. P. 64
[6] Cfr. Carvajal, Rina. Eugenio Espinoza. Dama de noche. Mimeo. Sin fecha.
[7] Cfr. González, Sara. Benetton ataca de nuevo. Revista Todo en Domingo. El nacional. Caracas 30 de enero de 2000. Año 1.no. 17. Pp 28-31
[8] En edición del domingo 27 de febrero de 2000, el diario El Universal publicó una nota de reclamo contra una pantalla gigante de televisión colocada en la autopista de Prados del Este, a la altura del centro Comercial paseo las Mercedes. Según Eduardo Valbuena, autor de la nota, dicha pantalla “viola la ley de tránsito terrestre”, ocasionando riesgos de “colisión por distracción de los conductores”. En esa misma edición el licenciado Michael García de la Dirección de Ingeniería del Servicio Autónomo de Tránsito Terrestre reconoce que “en la ley existen algunos vacíos sobre la regulación de vallas” y que “la anarquía que existe en cuestión de vallas ...empieza por las mismas autoridades de algunas alcaldías que levantan vallas sin consultar” con las autoridades competentes. Ver, El Universal. Caracas, 27 de febrero de 2000. Correo del pueblo. 2-18.

¿Renovar, conservar o reciclar? Notas sobre la idea del monumento y el arte público*


La fugaz permanencia de lo corpóreo
Generalmente, por no decir siempre, los monumentos públicos se hacen por decreto o por concurso sin que para ello medie ningún tipo de consulta popular o colectiva. Una vez que han sido realizados, se los rodea de cuidados, protocolos y coronas, convirtiéndolos en sitios de peregrinaje y devoción, concebidos para perpetuar la memoria de los hechos o personajes referidos. Para ello se emplean los materiales más duraderos (bronce, mármol, concreto, acero,…) y los emplazamientos mejor posicionados, preferiblemente los más transitados y visibles, cuidando que sus proporciones estén en plena sintonía con la jerarquía y significado que se les atribuye. En una frase, los monumentos públicos están hechos para siempre.

Pero esa vocación de perpetuidad no sólo los expone a la erosión y la intemperie, sino también a la indiferencia pública, proceso que es proporcional al desgaste simbólico de los valores que representan. Es en ese momento que se plantea la cuestión de su permanencia y actualidad, generando acciones de signo contrario, orientadas hacia la protección o rechazo de los mismos. Por un lado se aducen argumentos en torno al valor artístico e histórico de las esculturas, plazas y edificios patrimoniales, los cuales también se promueven como santuarios turísticos. Por otro, se cuestiona la legitimidad estética e ideológica del arte monumental y se reclaman nuevos usos para los espacios públicos.

Claro que entre un extremo y el otro, al margen de los razonamientos aquí señalados, el llamado arte cívico está expuesto a las secuelas que dejan el vandalismo y la erosión ocasionada por las condiciones ambientales (lluvia, sol, polvo, etc.). Después de todo, el tiempo es un depredador ineludible, incluso cuando se trata de la supuesta inmortalidad de las estatuas. En definitiva, el tiempo es ese juez severo que relativiza la trascendencia material y simbólica de las obras humanas y también el oráculo que dictamina la vigencia o caducidad de sus significados.

Esa es la dialéctica de la cual no puede escapar el arte monumental y su socorrida función conmemorativa. Ese es, por tanto, el marco donde tienen lugar el debate sobre el sentido y el uso del monumento como dispositivo de cohesión fundacional. Básicamente, lo que está en discusión tiene que ver con el carácter jerárquico y autoritario de la estatuaria tradicional donde se planteaba una drástica separación entre el héroe y el individuo común, entre los lugares de memoria y los espacios cotidianos.

Frente a estos preceptos han surgido una serie de proposiciones que se plantean una perspectiva más horizontal y participativa, confiriéndole un rol activo al ciudadano y buscando una relación de complicidad crítica entre los sitios de memoria y el ámbito cotidiano. Entre ellas destacan las propuestas de carácter efímero, facturadas con materiales no duraderos, ya sean orgánicos o desechables. Plantas, tela, plástico, basura, pan, tierra, proyecciones lumínicas, pantallas electrónicas y otros elementos no tradicionales cuya disposición temporal suponen una ruptura con la idea de perpetuidad, son aprovechados para generar una visión más dinámica y renovadora del arte público. Aquí, por cierto, se produce un desplazamiento del monumento como lugar de representación al monumento como sitio de una acción delimitada en el tiempo.

Dichas incursiones llegan al extremo donde lo sólido –atributo esencial de la estatuaria tradicional- tiende a volatilizarse como sucede con la Nube de globos concebida por Alfredo Jaar en la frontera de México y los Estados Unidos (San Diego, Tijuana, 2000) o los cochinos inflables de Paul Mc Carthy. La blandura de estos dispositivos subvierte la maciza apariencia de los monumentos de antaño, indicando que incluso lo corpóreo es fugaz.

Memorias recicladas
Decíamos que hay un momento en que se plantea el problema de la caducidad o permanencia de los monumentos, las más de las veces por razones ideológicas como si con la destrucción o salvaguarda de ese patrimonio se pudieran enmendar o reactivar los fracasos o virtudes de un determinado proyecto social. Así, la caída o resurrección de un símbolo sirve para canalizar las hostilidades y apetencias de los distintos sectores que participan en la contienda política. En ese forcejeo, muchos son los monumentos que se exponen al escarnio al ser objeto de agresiones físicas o desplazamientos forzados. Sin embargo, la ruta del asedio sólo genera retaliaciones y acciones revanchistas que a la larga no consiguen disipar la ira de los agraviados.

No obstante a ello, hay alternativas de interacción no violenta con el patrimonio cívico que sustituyen las acciones destructivas por el reciclaje simbólico, consiguiendo una mayor efectividad terapéutica, sobre todo cuando se trata de sanar las secuelas generadas por los conflictos generacionales, históricos o políticos. En estos casos, no se trata de borrar o reprimir los signos de un pasado indeseable como si nada hubiera sucedido (amnesia), sino de confrontarlos con el presente a través de un proceso de reciclaje simbólico. Eso es lo que proponen Christo Javacheff al empaquetar el Reitaj (1995), Doris Salcedo al intervenir las fachadas del Palacio de Justicia de Colombia (2002) y Krizstoff Wodicsko al proyectar los testimonios de algunos sobrevivientes a la explosión atómica de Hiroshima frente al único edificio que quedó en pié después de aquel desastre (1999).

Esto significa que las tensiones y disputas por la legitimidad no se resuelven eliminando o imponiendo un símbolo determinado, sino encarando sus implicaciones conceptuales y subjetivas. Ese telón de fondo permite que las incursiones creativas en el espacio público utilicen el contexto como soporte significativo y no como un emplazamiento neutro. Es decir, la destrucción o sublimación acrítica de la idea del monumento no garantiza una satisfacción duradera ni mitiga los malestares que esta pueda ocasionar.

Como en la ciencia médica, lo único que puede ahuyentar de manera confiable un síntoma patológico es el reconocimiento de las causas que lo producen. Así, algunos proyectos de arte público inciden sobre dispositivos de memoria preexistentes para reciclar metafóricamente sus potencialidades cívicas. Tal es el caso del proyecto “Efecto dominó. Estrategias para trancar la crisis” (2001-2005) de Domingo de Lucía, quien trabajó en torno a varios lugares patrimoniales como la Fisicromía mural de Carlos Cruz-Diez en Plaza Venezuela, la Fachada del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas cuando ostentaba el nombre de Sofía Imber y la Estatua del Precursor en el Paseo de Los Próceres. En los tres casos, el creador estableció un paralelo entre la parálisis del sector productivo nacional y el deterioro del acervo artístico en el espacio urbano, a través de acciones e intervenciones efímeras consistentes en el empaquetamiento temporal de las obras y la realización de torneos de dominó en los que participaron artistas, curadores, empresarios, trabajadores, indigentes y representantes institucionales.

Propuestas como estas emulan inteligentemente la apasionada ingeniosidad de las réplicas espontáneas que los manifestantes y activitas sociales desarrollan en los espacios públicos y particularmente en sitios patrimoniales con pintas, letreros y pancartas, aprovechando la visibilidad y alcance simbólico de los mismos para traer a la palestra pública determinadas inquietudes colectivas. Como ejemplo de ello podemos citar la intervención con cigarrillo y bandera del monumento a Luis XIV en Lyon (Francia, marzo de 2007) en el marco de una protesta antigubernamental y la toma de la estatua ecuestre del General San Martín (Neuquén, Argentina, 2007) organizada por la Colectiva Feminista “La Revuelta” como expresión de luto por el asesinato de Teresa Rodríguez

En situaciones como estas, reciclar (los símbolos) es una alternativa que pondera los efectos violentos de la destrucción. Y es que una sociedad que ya no quiere vivir bajo la tutela de de viejos estandartes debe otorgarles un lugar y uso que no reproduzca la intolerancia que pretende corregir. A fin de cuentas, los monumentos no son la cosa objetada -ya sean personajes o hechos- sino representaciones inertes de aquel ideal.

Caracas, marzo de 2008


*Resumen de una intervención realizada en el marco de un foro sobre arte público realizado en el auditorio del Museo de Bellas Artes, Caracas, 09 de marzo de 2008