La ciudad es el lugar donde la performance social adquiere su mayor intensidad en tanto orígen y consecuencia de las acciones de los hombres que allí protagonizan sus propias vidas como “actores innatos”. En este escenario transcurre el teatro de la vida: el drama de la niñez abandonada, la tragedia mortífera de la violencia delincuencial, la épica de los conflictos políticos y la comedia de aquellos “inocentes” que resbalan con una concha de mango.
De esta manera, los problemas de la gestualidad y la expresión escénica trascienden el estrecho reducto del teatro, la danza y las artes visuales. En medio del ajetreo urbano, los cuerpos se aproximan o se repelen entre sí, se asiente con un ademán, se rechaza con un gesto, se desaprueba con un bostezo o un desvío casi imperceptible de la mirada. Los enamorados se agarran las manos o se soban las mejillas, el panadero gesticula, el yuppi se apura como si no le alcanzara el tiempo, el taxista se exaspera frente al volante... Todo esto ocurre en un instante, al mismo tiempo, en espacios simultáneos: la cola de un banco, un restaurante, un centro comercial o la parada del autobús.
El asunto se complica cuando el discurso corporal se transforma en vehículo de una acción civil, es decir, en medio de expresión de la conciencia ciudadana. Entre los fenómenos más interesantes que se registran en esta dirección se encuentran aquellos vinculados a las manifestaciones cívicas, ya sean marchas pacificas o manifestaciones de protesta. En ellas se proyecta, unas veces con violencia e intransigencia; otras con picardía y humor, la opinión de los ciudadanos respecto a los temas más sensibles de la actualidad: derechos civiles, ecología, inseguridad urbana, conflictos electorales, oposición antigubernamental, conflictos bélicos, globalización, etc.
El giro teatral y espontáneo que a menudo adquieren las jornadas de protesta, suele encarnar simbólicamente tanto el conflicto desencadenante de la acción como los tipos humanos o institucionales que la protagonizan; de un lado el pobre, el rico y el delincuente, del otro el gobierno, los sindicatos y el mercado. Cerrar una vía para llamar la atención de las autoridades gubernamentales, amarrarse a un árbol para protestar contra la depredación ambiental o simplemente salir a la calle desnudo y con el cuerpo pintado pueden ser acciones metafóricas que, como en el teatro aristotélico, tienen una finalidad catártica. En este sentido, los individuos son actores y la ciudad es el escenario de múltiples batallas que se plantean como simulacros de una situación real.
Mientras el llamado arte corporal en sus diferentes modalidades –happenig, performance, acciones en vivo- obedece a un programa y una intencionalidad generalmente provocativa que busca la reacción del espectador, las acciones cívicas se enmarcan dentro de un conflicto real donde tanto los agraviados como los demandantes son personajes de la misma trama, pero se desdoblan para conseguir que sus reclamos sean cumplidos. En marcha a través de las principales vías de circulación de la ciudad, parada en una plaza o frente a algún edificio determinado, la gente enarbola banderas, pancartas o se disfraza de algo o de alguien asumiendo un personaje. A veces estas acciones adquieren una dimensión tan apasionada y efusiva que desembocan en grandes celebraciones o en un gran desorden colectivo.
Este fenómeno se registra con mayor o menor intensidad en diferentes ciudades de Latinoamérica, sobre todo en aquellas donde los contrastes socio-económicos y la violencia política son más evidentes. Particularmente destacado es el caso de Venezuela, cuya capital es un escenario dominado por una estampida multitudinaria y heterogénea de gente que se apresura en todas direcciones en medio del caos urbano y la polución visual. Los individuos van y vienen por las aceras esquivando a los comerciantes callejeros o a los grupos de manifestantes ocasionales. En el trayecto al trabajo o de regreso a la casa uno puede ser interceptado por algún promotor de ventas, un misionero errante o una marcha de vecinos contra la violencia. No faltan los niños de la calle y los locos acurrucados en las aceras. En medio de esta marejada feroz transcurre gran parte de la vida del caraqueño, hecho que modela sus comportamientos y lo involucra en eventos a los cuales asiste sin participar de ellos necesariamente. Ese entorno lo hace testigo de una gama de sucesos que va de lo pintoresco a lo dramático. En mayo del 2000 una gallina fue decapitada públicamente a las puertas del Consejo Nacional Electoral durante una jornada de protesta en la cual se enfrentaron representantes del partido de gobierno y fuerzas opositoras. Ese mismo mes un singular cortejo fúnebre recorrió varias avenidas de la ciudad, llevando el cadáver de un conductor de autos por puesto que fue víctima del hampa hasta la sede del Ministerio del Interior y Justicia, para demandar acciones contra la delincuencia. En ambos casos la gravedad de los hechos desencadenantes no impidió una cierta atmósfera carnavalezca y satírica muy característica en las manifestaciones populares venezolanas, desde las fiestas hasta los velorios.
Pero las expresiones cívicas, sobre todo en Caracas, no se reducen a su expresión política. También abundan algunas conductas marcadas por una fuerte teatralidad, vinculadas al comercio informal y la prédica religiosa. Los vendedores callejeros suelen emplear diversas técnicas promocionales para la venta de sus productos con ayuda de gráficos, altoparlantes, disfraces y demostraciones en vivo donde demuestran una gran efectividad comunicativa. Con estos medios, consiguen ganar la atención de los transeúntes que se detienen a observar y escuchar las ventajas y posibilidades de la oferta, disfrutando de la presentación de la misma como si de un espectáculo se tratara. Por su parte, los predicadores son generalmente declamadores apasionados que narran enfáticamente ciertos capítulos de las sagradas escrituras en los cuales se describen los tormentos de los pecadores e incitan a llevar una vida religiosa. Con la Biblia en las manos y en medio de la muchedumbre, estos emisarios divinos tienden a buscar un sitio destacado (un banco, una jardinera, etc.) que les sirva de escenario durante la arenga. Estas y otras acciones callejeras relacionadas con el expendio de helados, chicha y tarjetas telefónicas están matizadas por el eco de una vieja tradición proveniente de la época colonial y todavía arraigada en pequeñas ciudades que se basa en el pregón, la gestualidad y el uso de una indumentaria específica para cada tipo de actividad.
En contraste con esta especie de desbordamiento conductual a escala urbana, la performance artística en Venezuela se ha desenvuelto generalmente en un entorno más controlado y dirigido hacia un público especializado. Sin embargo, conviene señalar aquellas acciones concebidas para escenarios urbanos que lograron involucrar a una mayor cantidad de personas, específicamente los eventos realizados a principios de los años setenta por Diego Barboza en Caracas y otras ciudades del país. La caja del cachicamo y El ciempiés son propuestas que se basaban en la identificación del cuerpo y el contexto, donde los participantes se integraban espontáneamente al discurso de la obra. Según el artista estas acciones se nutrían de la relación arte-vida y tienían su orígen en “las fiestas de los pueblos, las retretas, los carnavales, los ambientes de bambalinas de colores y piñatas donde se celebran los cumpleaños...”[1]. Experiencias como estas no son muy comunes en el arte venezolano aunque últimamente se ha desarrollado una vertiente singular representada por las llamadas fiestas de farándula, cuya máxima expresión fueron los Happenigs Extremos organizados en varios puntos de Caracas a fines de los años noventa. Allí confluían los disfraces, los desfiles de moda y la música de discoteca, constituyendo eventos de gran atractivo para el público juvenil.
No obstante, al volver la mirada hacia la incesante actividad citadina estos ejemplos se ven como hechos minoritarios, confinados a pequeños sectores generacionales y sociales. El espíritu de la calle en sus diversas manifestaciones es aún más constante, vigoroso e impredecible. Allí la gente de cualquier condición –profesionales, comerciantes, limosneros, activistas sociales y religiosos- coprotagoniza el mismo drama urbano.
Caracas, mayo de 2001
[1] Barboza, Diego. Acerca de la poesía de acción. En, Acciones frente a la plaza. Reseñas y documentos para una nueva lógica del arte venezolano. Fundarte. Caracas, 1995.p. 59
sábado, 9 de enero de 2010
No hay mall que por bien no venga
La idea del museo como vitrina de objetos valiosos, destinados a la contemplación estética ha emigrado fuera de los pulcros espacios que la tradición consagró para esta actividad. Este fenómeno se ha extendido a los Centros Comerciales, entendidos como ámbitos de exhibición laicos, en los cuales la estética tiene un lugar prominente. Los también llamados malls, son –por así decirlo- la imagen sustitutiva (y extendida) de la antigua plaza pública, la iglesia y el museo, cumpliendo la triple función de espacio de intercambio, lugar de adoración y sitio de exposición.
Considerados como templos del consumismo y la frivolidad, los Centros Comerciales han ganado la preferencia de los usuarios. En ciudades como Caracas y Valencia, por sólo citar dos casos, esta tendencia se ha acrecentado en los últimos años. El área metropolitana, por ejemplo, ha visto emerger los Sambil de Chacao y Boleita, el Recreo en Sabana Grande y el San Ignacio en La Castellana. Por su parte, la capital del estado Carabobo ostenta La granja en Naguanagua, el Sambil (primer mall temático del país) en Mañongo y Metrópolis (proyectado para ser el más grande del continente) a la entrada de la ciudad. El impacto socio-económico y cultural de esta situación se ha hecho sentir tanto en el atractivo diseño de los espacios, como en el cambio de los hábitos de percepción y consumo de la oferta comercial.
Basta con penetrar una de estas monumentales estructuras, surcadas por escaleras mecánicas, ascensores panorámicos y pasillos. Cada tramo de este recorrido representa una experiencia parecida a la de una muestra de arte contemporáneo en un museo cualquiera. Grandes fotografías, afiches, maniquíes, acumulaciones de productos en oferta, anuncios lumínicos, exquisitos mostradores, monitores de video y una interminable cantidad de elementos concebidos para atraer la atención del espectador-consumidor e incluso de aquellos que sólo se acercan para mirar (y ser vistos). Si, porque los centros comerciales son espacios de socialización, sólo que más concurridos y vitales que los museos.
Los malls manifiestan una curiosa similitud con las propuestas instalatorias y de ambientación al estar concebidos como ámbitos de circulación donde coexisten el impulso lúdico y la excelencia estética. Aquí, como en el mundo del arte, las imágenes y los símbolos están organizados de acuerdo a un código de referencia que se identifica con las expectativas del espectador-cliente. De esta manera, parece confirmarse la idea de la cultura como simulacro espectacular defendida por Jean Baudrillard, quien postula el advenimiento del reino de las apariencias frente a una realidad cada vez más intolerable.
En realidad la gente que asiste a los malls no sólo va a comprar, sino también a pasear, a ver una película, a comer helados o simplemente a dar un vistazo. Casi siempre lo mismo pero con la esperanza de encontrar algo diferente. En todo caso, algunos prefieren la seguridad encapsulada que brinda el Centro Comercial a la peligrosa libertad de recorrer las tiendas del centro de la ciudad.
Los malls tienen la capacidad de instaurar un microuniverso fragmentado pero asequible: los helados alemanes, la pastelería francesa, la moda italiana, la comida japonesa, las ruinas jurásicas y la montaña rusa. Todo eso en un mismo lugar, sin necesidad de abordar un avión. Por eso el espectador-cliente practica una suerte de nomadismo inmóvil que le permite viajar a todas partes sin abandonar el mismo sitio.
Quizá para algunas personas que se autoerigen en jueces de la belleza, este paralelo entre el Centro Comercial y el museo puede parecer algo sacrílego o grotesco. Sin embargo, se suele olvidar que gran parte del arte de vanguardia y contemporáneo que permanece bajo la custodia de las instituciones museales surgió con el propósito de unificar el arte y la vida, aspiración que también significaba, en algunos casos, la conquista de los espacios públicos. Dicho de otra manera, los malls han consumado espontáneamente gran parte del programa vanguardista y contemporáneo, incidiendo en público más amplio.
Claro que este inesperado triunfo de la estética masiva se ha operado en detrimento de la noción de obra y los conceptos de autoría, originalidad e inspiración. En un mall no se reconocen autores ni obras individuales sino marcas corporativas que se diluyen en una atmósfera compartida. Paradójicamente este ocultamiento o debilitamiento deliberado de la dimensión aurática y autónoma del arte guarda cierta correspondencia con los postulados del constructivismo, el futurismo y la Bauhaus. Lo útil y lo bello, lo funcional y lo estético encuentran su versión extendida en estos ambientes comerciales que incorporan el ocio recreativo, el arte culinario, el paseo y los servicios más diversos.
Probablemente, la constatación de esta paradoja proviene de las contradicciones inherentes al propio discurso de vanguardia y sus versiones posteriores, atrapado todavía entre una visión de la vida como marco de redención del arte y la conciencia de que este destino podría acarrear su disolución. En todo caso, ninguno de estos desenlaces ha tenido lugar, al menos hasta la fecha. Lo que ha sucedido es que los criterios de percepción y valoración del arte se han flexibilizado de la misma manera que los mecanismos de seducción que emplea el mercado para atraer a los consumidores. Por un lado, los museos han enriquecido su oferta de servicios, los cuales no se limitan a la presentación de exposiciones y publicaciones, extendiéndose a la venta de souvenires, afiches y demás productos destinados a la difusión de la obra de arte. Por otro, los centros comerciales invierten sumas importantes en la configuración visual de sus espacios (iluminación, pintura, mobiliario), procurando establecer una imagen tentadora e irresistible.
He aquí otro punto de encuentro entre la institución museal y los Centros Comerciales, concebidos como espacios de intercambio simbólico y producción de estatus. De manera que semejante paralelo no debería causar asombro pues se trata, simplemente, de instituciones elásticas, en un mundo elástico, donde a menudo las cosas se confunden. En resumidas cuentas ¿Qué diferencia puede existir entre un paseo por el Sambil y un recorrido por la Tate Gallery?.
Caracas, agosto de 2001
Considerados como templos del consumismo y la frivolidad, los Centros Comerciales han ganado la preferencia de los usuarios. En ciudades como Caracas y Valencia, por sólo citar dos casos, esta tendencia se ha acrecentado en los últimos años. El área metropolitana, por ejemplo, ha visto emerger los Sambil de Chacao y Boleita, el Recreo en Sabana Grande y el San Ignacio en La Castellana. Por su parte, la capital del estado Carabobo ostenta La granja en Naguanagua, el Sambil (primer mall temático del país) en Mañongo y Metrópolis (proyectado para ser el más grande del continente) a la entrada de la ciudad. El impacto socio-económico y cultural de esta situación se ha hecho sentir tanto en el atractivo diseño de los espacios, como en el cambio de los hábitos de percepción y consumo de la oferta comercial.
Basta con penetrar una de estas monumentales estructuras, surcadas por escaleras mecánicas, ascensores panorámicos y pasillos. Cada tramo de este recorrido representa una experiencia parecida a la de una muestra de arte contemporáneo en un museo cualquiera. Grandes fotografías, afiches, maniquíes, acumulaciones de productos en oferta, anuncios lumínicos, exquisitos mostradores, monitores de video y una interminable cantidad de elementos concebidos para atraer la atención del espectador-consumidor e incluso de aquellos que sólo se acercan para mirar (y ser vistos). Si, porque los centros comerciales son espacios de socialización, sólo que más concurridos y vitales que los museos.
Los malls manifiestan una curiosa similitud con las propuestas instalatorias y de ambientación al estar concebidos como ámbitos de circulación donde coexisten el impulso lúdico y la excelencia estética. Aquí, como en el mundo del arte, las imágenes y los símbolos están organizados de acuerdo a un código de referencia que se identifica con las expectativas del espectador-cliente. De esta manera, parece confirmarse la idea de la cultura como simulacro espectacular defendida por Jean Baudrillard, quien postula el advenimiento del reino de las apariencias frente a una realidad cada vez más intolerable.
En realidad la gente que asiste a los malls no sólo va a comprar, sino también a pasear, a ver una película, a comer helados o simplemente a dar un vistazo. Casi siempre lo mismo pero con la esperanza de encontrar algo diferente. En todo caso, algunos prefieren la seguridad encapsulada que brinda el Centro Comercial a la peligrosa libertad de recorrer las tiendas del centro de la ciudad.
Los malls tienen la capacidad de instaurar un microuniverso fragmentado pero asequible: los helados alemanes, la pastelería francesa, la moda italiana, la comida japonesa, las ruinas jurásicas y la montaña rusa. Todo eso en un mismo lugar, sin necesidad de abordar un avión. Por eso el espectador-cliente practica una suerte de nomadismo inmóvil que le permite viajar a todas partes sin abandonar el mismo sitio.
Quizá para algunas personas que se autoerigen en jueces de la belleza, este paralelo entre el Centro Comercial y el museo puede parecer algo sacrílego o grotesco. Sin embargo, se suele olvidar que gran parte del arte de vanguardia y contemporáneo que permanece bajo la custodia de las instituciones museales surgió con el propósito de unificar el arte y la vida, aspiración que también significaba, en algunos casos, la conquista de los espacios públicos. Dicho de otra manera, los malls han consumado espontáneamente gran parte del programa vanguardista y contemporáneo, incidiendo en público más amplio.
Claro que este inesperado triunfo de la estética masiva se ha operado en detrimento de la noción de obra y los conceptos de autoría, originalidad e inspiración. En un mall no se reconocen autores ni obras individuales sino marcas corporativas que se diluyen en una atmósfera compartida. Paradójicamente este ocultamiento o debilitamiento deliberado de la dimensión aurática y autónoma del arte guarda cierta correspondencia con los postulados del constructivismo, el futurismo y la Bauhaus. Lo útil y lo bello, lo funcional y lo estético encuentran su versión extendida en estos ambientes comerciales que incorporan el ocio recreativo, el arte culinario, el paseo y los servicios más diversos.
Probablemente, la constatación de esta paradoja proviene de las contradicciones inherentes al propio discurso de vanguardia y sus versiones posteriores, atrapado todavía entre una visión de la vida como marco de redención del arte y la conciencia de que este destino podría acarrear su disolución. En todo caso, ninguno de estos desenlaces ha tenido lugar, al menos hasta la fecha. Lo que ha sucedido es que los criterios de percepción y valoración del arte se han flexibilizado de la misma manera que los mecanismos de seducción que emplea el mercado para atraer a los consumidores. Por un lado, los museos han enriquecido su oferta de servicios, los cuales no se limitan a la presentación de exposiciones y publicaciones, extendiéndose a la venta de souvenires, afiches y demás productos destinados a la difusión de la obra de arte. Por otro, los centros comerciales invierten sumas importantes en la configuración visual de sus espacios (iluminación, pintura, mobiliario), procurando establecer una imagen tentadora e irresistible.
He aquí otro punto de encuentro entre la institución museal y los Centros Comerciales, concebidos como espacios de intercambio simbólico y producción de estatus. De manera que semejante paralelo no debería causar asombro pues se trata, simplemente, de instituciones elásticas, en un mundo elástico, donde a menudo las cosas se confunden. En resumidas cuentas ¿Qué diferencia puede existir entre un paseo por el Sambil y un recorrido por la Tate Gallery?.
Caracas, agosto de 2001
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La instalación en la calle
La acción de instalar – tal como se define en las prácticas visuales de las últimas décadas- no se limita exclusivamente al ámbito del arte[1]; también aparece en todos aquellos intentos de organizar los espacios productivos o domésticos. Cuando alguien distribuye los muebles dentro de una habitación o cuando un vendedor callejero despliega sobre una mesa improvisada los productos en venta también estamos en presencia de la operación de instalar. Con ello no queremos afirmar que estas acciones son necesariamente arte sino que en ellas se manifiesta el mismo principio. En estos casos como en las instalaciones artísticas esta presente la misma voluntad de crear un “habitáculo”, aunque sea temporalmente, donde exhibir objetos destinados a la venta. Es así como la vitrina improvisada del vendedor callejero adquiere un carácter escenográfico.
En este sentido, podríamos decir que el sitio donde más abundan las instalaciones no es el museo sino el mercado callejero, tanto el de carácter tradicional como el que improvisan los buhoneros. Más allá de la apariencia cada vez más sofisticada de las vitrinas de los centros comerciales donde los objetos en venta se agrupan seductoramente ante la mirada del consumidor, las instalaciones callejeras se distinguen por su practicidad e ingenio; son livianas, fáciles de transportar y se arman con relativa rapidez. Este es un requisito fundamental para quienes el comercio es un oficio de nómadas y más aún para aquellos que lo ejercen sin la permisología de rigor, exponiéndose a la persecución policial[2].
En Caracas, ciudad de una alta propensión consumista, los mercados populares centralizan gran parte de la actividad comercial. Sin embargo, esta actividad se ha desbordado más allá de los espacios tradicionales a consecuencia de la crisis económica. Buscando contrarrestar las secuelas del desempleo cada vez son más las personas que se dedican a la economía informal[3] como vendedores de bisutería, artesanía, baratijas, frutas, ropa, juguetes, alimentos y confitería. Es así como los portales, corredores y aceras de la ciudad se han llenado de tarantines, quioscos y tinglados destinados a la exhibición y venta de la mercancía[4]. Basta con citar, la proliferación de mercados informales en el Boulevar de Sabana Grande, la Plaza de los Museos, el pasillo detrás del Hotel Milton (hoy Alba Caracas), el desaparecido mercado de la Hoyada, la avenida Baralt, el cementerio y el Centro Simón Bolívar, entre otros.
Ante la presencia avasallante de estas instalaciones callejeras se ha modificado la fisionomía visual de Caracas: los edificios han perdido sus fachadas y los transeúntes han sido expulsados de las aceras. Ello ha enfatizado la caótica apariencia de una ciudad que, a pesar del sueño desarrollista y los petrodólares, se ha ido configurando -y des-figurando- improvisadamente. En medio de este panorama, la práxis instalatoria de los buhoneros es un desafío a la ciudad constituida, que se ubica dentro de esa batalla por ganar un lugar o tomar los ya existentes. Al respecto, son muchos los dispositivos utilizados para conquistar el espacio urbano. Entre ellos se distinguen tres modalidades básicas según la función que cumplen y el tipo de estructura empleada: desplegables (láminas de anime, madera o plástico, mesas tipo maleta, exhibidores autoportantes, cajas, sombrillas); móviles (maleteras de automóviles y cabas de camiones, carritos, carruchas u otro vehículo de tracción sanguínea); y permanentes (quioscos). A menudo, sin embargo, todos estos elementos pueden aparecer ingeniosamente combinados.
En definitiva, los mercados ambulantes añaden un detalle pintoresco a los recorridos urbanos. En ellos no se entra y sale por la puerta como en una boutique o un abasto sino que se transita entre la mercancía y el pregonar incesante de los vendedores. Al mismo tiempo, la precariedad constructiva de estos recintos permite que el caminante se sumerja en una trama espacial continua donde no hay distinción entre el adentro y el afuera.
En la calle todo transcurre vertiginosamente. Allí los espacios no tienen una frontera definida pues la mezcla de sonidos, olores e imágenes produce una atmósfera particular que se cuela por doquier. La gente se abre paso entre minitecas, empanadas y objetos de todo tipo o simplemente se deja llevar a través de la marejada de toldos y mostradores.
En cualquier caso, el sujeto debe asumir una actitud vigilante que le permita detectar alguna oferta interesante o evitar un obstáculo mientras sigue adelante como si nada estuviera pasando.
De cierto modo, las implicaciones estéticas y simbólicas de este fenómeno colindan con algunos planteamientos artísticos que desde los años setenta han explorado las posibilidades de la instalación como género inclusivo. Muchas de estas propuestas funcionan como espacio de resistencia simbólica, concebido para la interacción crítica con espectador. Más allá de su valor estético, las instalaciones artísticas introducen variaciones morfológicas y conceptuales que tienden a desestabilizar los códigos institucionales.
En 1997 el curador y artista de orígen cubano Abdel Hernández y el escenógrafo venezolano Fernando Calzadilla presentaron la instalación El mercado de aquí en la Facultad de Antropología de Rice University, Houston, EEUU. Enmarcada dentro del evento “Artistas en trance”, la propuesta recreaba la abigarrada atmósfera de los mercados caraqueños a partir de una estructura metálica en forma de cruz y cubierta de plástico, dentro de la cual pernoctaban multitud de objetos. Sin embargo, para los autores el mercado era algo más que un almacén de corotos en venta. Allí no sólo se negocian los productos sino también las identidades. Esta idea, de un fuerte sustrato antropológico, les permitió establecer un puente entre el mundo de la experiencia y el de la representación.
Situaciones como esta comportan una disyuntiva compleja. Mientras algunos subrayan el carácter nocivo y “antiestético” de las instalaciones callejeras; otros se apropian de ellas en tanto modelos de renovación creativa. A todas luces, nada sustancial distingue una de las otras excepto su emplazamiento y función. Sin embargo, tanto las prácticas de creación contemporáneas como las estrategias de abordaje del espacio urbano están inmersas en un proceso de re-acomodo y re-territoialización de donde se desprende un fecundo repertorio de oportunidades culturales.
Caracas, mayo de 2000
En este sentido, podríamos decir que el sitio donde más abundan las instalaciones no es el museo sino el mercado callejero, tanto el de carácter tradicional como el que improvisan los buhoneros. Más allá de la apariencia cada vez más sofisticada de las vitrinas de los centros comerciales donde los objetos en venta se agrupan seductoramente ante la mirada del consumidor, las instalaciones callejeras se distinguen por su practicidad e ingenio; son livianas, fáciles de transportar y se arman con relativa rapidez. Este es un requisito fundamental para quienes el comercio es un oficio de nómadas y más aún para aquellos que lo ejercen sin la permisología de rigor, exponiéndose a la persecución policial[2].
En Caracas, ciudad de una alta propensión consumista, los mercados populares centralizan gran parte de la actividad comercial. Sin embargo, esta actividad se ha desbordado más allá de los espacios tradicionales a consecuencia de la crisis económica. Buscando contrarrestar las secuelas del desempleo cada vez son más las personas que se dedican a la economía informal[3] como vendedores de bisutería, artesanía, baratijas, frutas, ropa, juguetes, alimentos y confitería. Es así como los portales, corredores y aceras de la ciudad se han llenado de tarantines, quioscos y tinglados destinados a la exhibición y venta de la mercancía[4]. Basta con citar, la proliferación de mercados informales en el Boulevar de Sabana Grande, la Plaza de los Museos, el pasillo detrás del Hotel Milton (hoy Alba Caracas), el desaparecido mercado de la Hoyada, la avenida Baralt, el cementerio y el Centro Simón Bolívar, entre otros.
Ante la presencia avasallante de estas instalaciones callejeras se ha modificado la fisionomía visual de Caracas: los edificios han perdido sus fachadas y los transeúntes han sido expulsados de las aceras. Ello ha enfatizado la caótica apariencia de una ciudad que, a pesar del sueño desarrollista y los petrodólares, se ha ido configurando -y des-figurando- improvisadamente. En medio de este panorama, la práxis instalatoria de los buhoneros es un desafío a la ciudad constituida, que se ubica dentro de esa batalla por ganar un lugar o tomar los ya existentes. Al respecto, son muchos los dispositivos utilizados para conquistar el espacio urbano. Entre ellos se distinguen tres modalidades básicas según la función que cumplen y el tipo de estructura empleada: desplegables (láminas de anime, madera o plástico, mesas tipo maleta, exhibidores autoportantes, cajas, sombrillas); móviles (maleteras de automóviles y cabas de camiones, carritos, carruchas u otro vehículo de tracción sanguínea); y permanentes (quioscos). A menudo, sin embargo, todos estos elementos pueden aparecer ingeniosamente combinados.
En definitiva, los mercados ambulantes añaden un detalle pintoresco a los recorridos urbanos. En ellos no se entra y sale por la puerta como en una boutique o un abasto sino que se transita entre la mercancía y el pregonar incesante de los vendedores. Al mismo tiempo, la precariedad constructiva de estos recintos permite que el caminante se sumerja en una trama espacial continua donde no hay distinción entre el adentro y el afuera.
En la calle todo transcurre vertiginosamente. Allí los espacios no tienen una frontera definida pues la mezcla de sonidos, olores e imágenes produce una atmósfera particular que se cuela por doquier. La gente se abre paso entre minitecas, empanadas y objetos de todo tipo o simplemente se deja llevar a través de la marejada de toldos y mostradores.
En cualquier caso, el sujeto debe asumir una actitud vigilante que le permita detectar alguna oferta interesante o evitar un obstáculo mientras sigue adelante como si nada estuviera pasando.
De cierto modo, las implicaciones estéticas y simbólicas de este fenómeno colindan con algunos planteamientos artísticos que desde los años setenta han explorado las posibilidades de la instalación como género inclusivo. Muchas de estas propuestas funcionan como espacio de resistencia simbólica, concebido para la interacción crítica con espectador. Más allá de su valor estético, las instalaciones artísticas introducen variaciones morfológicas y conceptuales que tienden a desestabilizar los códigos institucionales.
En 1997 el curador y artista de orígen cubano Abdel Hernández y el escenógrafo venezolano Fernando Calzadilla presentaron la instalación El mercado de aquí en la Facultad de Antropología de Rice University, Houston, EEUU. Enmarcada dentro del evento “Artistas en trance”, la propuesta recreaba la abigarrada atmósfera de los mercados caraqueños a partir de una estructura metálica en forma de cruz y cubierta de plástico, dentro de la cual pernoctaban multitud de objetos. Sin embargo, para los autores el mercado era algo más que un almacén de corotos en venta. Allí no sólo se negocian los productos sino también las identidades. Esta idea, de un fuerte sustrato antropológico, les permitió establecer un puente entre el mundo de la experiencia y el de la representación.
Situaciones como esta comportan una disyuntiva compleja. Mientras algunos subrayan el carácter nocivo y “antiestético” de las instalaciones callejeras; otros se apropian de ellas en tanto modelos de renovación creativa. A todas luces, nada sustancial distingue una de las otras excepto su emplazamiento y función. Sin embargo, tanto las prácticas de creación contemporáneas como las estrategias de abordaje del espacio urbano están inmersas en un proceso de re-acomodo y re-territoialización de donde se desprende un fecundo repertorio de oportunidades culturales.
Caracas, mayo de 2000
[1] En la instalación el espacio no es algo exterior a la obra sino parte constitutiva de su estructura, generalmente enmarcada dentro de cubículos en los cuales se acumulan toda clase de objetos y materiales
[2] En mayo de 2000 la Gobernación del Distrito Federal y la Alcaldía de Municipio Libertador habilitaron 15 mil puestos en 17 terrenos dispersos en toda Caracas para evitar la colocación de tarantines y sombrillas en las calles, plazas y espacios públicos. Cfr. Garnica, Hercilia. “La policía sacará en pocos días a los buhoneros de las calles”. En, El Nacional. Caracas, sábado 6 de mayo de 2000. P. C/2.
[3] En 1993 el sector informal ocupaba el 40 % de la fuerza de trabajo activa. Cfr. Diccionario de historia de Venezuela. Tomo 2. Fundación Polar. Segunda edición. Caracas, 1997.p. 169
[4] En el sector de los alimentos, por ejemplo, la aparición de los mercados informales para vender productos con precios de subsidio data de 1972, durante el primer período presidencial de Carlos Andrés Pérez. Aunque la medida recibió una fuerte oposición por parte del empresariado debido a que rompía la cadena de comercialización, los mercados de este tipo “regresaron y se afianzaron entre 1983 y 1988 ... con la devaluación del bolívar ...” Cfr. Chiape, Giuliana. “Una largo camino al consumidor. En, El universal. Caracas, domingo 7 de mayo de 2000. P. 4-2.
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